11. La mano del rey

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En la Sala del Consejo

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En la Sala del Consejo

-Tendremos una audiencia en unos minutos, Daenya -dijo Otto con un tono grave y la mirada cansada, mientras se dejaba caer en la cabecera de la larga mesa del consejo.

Me situé en el extremo opuesto, frente a él, permaneciendo de pie.

Había solicitado esta audiencia privada con mi abuelo, la Mano del Rey. Necesitaba respuestas, necesitaba hablar con alguien.

Y aunque Otto era una serpiente, también era un hombre inteligente.

-¿Qué necesitas, querida nieta? -preguntó Otto, inclinándose hacia adelante, con sus ojos clavados en los míos, como si intentara descifrarme.

Mis ojos vagaron por la habitación, deteniéndose finalmente en su rostro.

- Es sobre Aegon

El asintió esperando a que continuara.

-¿Por qué? -pregunté, dejando que la única palabra resonara en la sala.

Otto dejó escapar una sonrisa fugaz, cargada de condescendencia. Negó levemente con la cabeza, como si mi pregunta fuera infantil o innecesaria.

-¿Por qué? -repitió, su tono teñido de desdén-. Porque es el deber, Daenya. Porque el futuro del reino lo exige.

-¿El futuro del reino? -respondí con incredulidad-. ¿Cómo puede el futuro del reino depender de Aegon?

Mis palabras estaban cargadas de incertidumbre, rozando la histeria.

Otto se recargó en el respaldo de su silla, observándome con la paciencia de alguien que cree tener todas las respuestas.

-¿No quieres que tu hermano sea rey? -preguntó con calma.

-Mi hermano es un inepto -respondí sin dudarlo -, un idiota que vive entre las prostitutas y el vino.

Otto chasqueó la lengua.

-Rhaenyra es una mujer -dijo con desgano, como si esas palabras fueran el argumento final de una discusión -. Y Aegon es el varón primogénito del rey. Negarlo...

-Negarlo es desafiar las leyes de dioses y hombres -dije, completando su frase.

Las palabras pesaron en el aire, más de lo que esperaba. Mi estómago se contrajo al pronunciarlas, y un temblor sutil recorrió mis piernas.

Era una verdad que no podía ignorar, aunque odiaba admitirlo.

Otto se inclinó aún más hacia mí, su voz bajando a un susurro cargado de determinación.

-Querida Daenya, el camino es incierto, pero el final es claro. - repitió las mismas palabras que venía escuchando en sus lecciones todos estos años. - Y Aegon será el rey, y tú, mi inteligente nieta, debes ser quien lo prepare para ello. Porque te aseguro que él no estará listo.

La certeza en sus palabras me provocó un nudo en la garganta. Quería gritarle que estaba equivocado, pero sabía que, en el fondo, tenía razón.

No podía ignorar las leyes que había estudiado bajo las órdenes de mi madre: la Ley de los Siete, la Ley Ándala y la Ley de las Viudas. Todas respaldaban el derecho de Aegon. Pero, ¿era suficiente? ¿Eran las leyes más fuertes que el deseo del rey?

Un silencio incómodo reinó entre nosotros, roto solo por el sonido de mis dedos tironeando la tela de mi vestido azul. Otto observaba cada uno de mis gestos, evaluando mis dudas.

-De todos modos, tus deseos en esto son irrelevantes -dijo al fin, levantándose con deliberada lentitud.

Cuando pasó junto a mí, impulsada por la rabia y la frustración, tomé su muñeca. Otto se detuvo, y su rostro, antes marcado por la victoria, se contrajo en una mueca de impaciencia.

-Si usurpamos el derecho de nacimiento de Rhaenyra, se iniciará una guerra, no importa qué términos ofrezcamos, abuelo -dije, liberando su muñeca-. Y una guerra entre Targaryens solo se gana con un arma.

Otto me observó, midiendo mis palabras.

-Nosotros también tenemos dragones -respondió, su tono frío.

-No. Aemond tiene un dragón, y es un psicópata. Aegon tiene un dragón, pero ni siquiera es capaz de pronunciar una oración en valyrio. Helaena está loca, y Daeron sigue en Antigua. Esas son tus defensas, querido abuelo.

Otto dio un paso hacia mí, con una sonrisa calculada.

-Y tú tienes a Caníbal.

Reí con amargura, más para ocultar mi propia incertidumbre que por diversión.

-No voy a enviar a mi dragón a la batalla -afirmé.

-Tendrás que hacerlo.

Su voz era un golpe seco, una sentencia imposible de ignorar. Luego se dirigió nuevamente hacia las puertas, pero antes de salir, se giró hacia mí.

-Daenya.

Lo miré con amargura, deseando que se detuviera, que admitiera que esto era un error.

- Ponte un vestido verde, y no quiero volver a tener esta conversación.

Sus palabras eran un ultimátum, y mientras se marchaba, dejándome sola en la sala, sentí el peso de mi propio destino cayendo sobre mis hombros.

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