12. Hambre.

1.8K 154 12
                                    

Capítulo 12:
Hambre

Lo primero a lo que debías acostumbrarte siendo un vampiro, era el hambre

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Lo primero a lo que debías acostumbrarte siendo un vampiro, era el hambre. Visceral, tóxica, te corroía como un veneno desde las entrañas.

Mi padre nos había mantenido, a mí y a mis hermanos, lejos del resto de la sociedad. Vivíamos escondidos en una vieja casona en el bosque, donde nadie pudiera ver a las bestias que estaba criando.

Se trataba de un tiempo en que los vampiros todavía eran parte de fábulas, folclore sobre demonios que se alimentaban de sangre y almas; leyendas sobre lo que residía en la sombra de los senderos apartados del bosque.

Constantino siempre fue el más cauto de los tres, investigó sobre nuestra condición con tanto empeño como si fuera parte de su tésis.

Me advirtió no beber más de lo necesario. La sangre es poder, pero también te corroe; mientras más bebes, más te fortaleces, pero también te vuelves dependiente. Tu cuerpo exige más para mantenerse en la cordura.

Eso es lo primero que el hambre ataca: tu mente; te vas pareciendo menos a una persona y más a un cazador.

Tu cuerpo se despoja de su humanidad para prenderse en la piel de un depredador, hace lo necesario para sobrevivir.

Constantino me había advertido las consecuencias, me dijo que me detuviera.

El problema de vivir en un mundo de cazadores, es que solo puedes aspirar a ser el depredador más grande. Sabía que nosotros siempre estaríamos a la merced.

Observé los ojos que me miraban de vuelta, eran amarillos, no ámbar; no tenían la mirada grande y cándida que estaba buscando.

No era lo mismo cuando el pelo blanco le cayó sobre el hombro, ni cuando se acercó para rozar mis labios con los suyos.

Su mano buscó mi miembro, pero sostuve su muñeca para mantenerla a raya.

La mujer se encogió de hombros, desenfadada.

No pude distinguir ni un rastro de sus ojos en ella.

La había llevado hasta mi alcoba, lejos del resto, en busca de algo de intimidad, de encontrar una calma para el hambre.

Fue inútil.

Era un mal remedio para mi insomnio, y no me servía como efecto placebo.

──¿Ocurre algo?

Me recompuse, intenté ver alguna pincelada de ella, pero era como mirar en un pozo vacío.

¿Por qué había creído que funcionaría?

──Puedes irte.

La mujer no puso objeciones, nunca las ponían, me servían por el leve momento de éxtasis que les concedía una mordida.

La rosa del cazador Donde viven las historias. Descúbrelo ahora