¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Balderena era un pueblo oscuro y sombrío, bordeado por un bosque tétrico del que crecías oyendo historias terribles, sobre monstruos y demonios acechando en las sombras.
La verdad era que funcionaba como una muralla, para protegernos de las bestias del exterior o contener a los que residían en el interior no podía estar segura.
Como los perros no ladran a su amo, los lacayos no le cuestionan edictos al rey.
El rey Balakhar venía de un antiguo linaje, las cuatro casas principales le debían respeto y el resto de los plebeyos obediencia.
Los humanos, sobre todo, debíamos agradecer su protección.
──Nunca te había visto prepararte tan feliz para un baile ──señaló Viella.
Sonreí a mi reflejo en el espejo para coronar con triunfo mi apariencia excelsa.
──Ni siquiera mi madre puede ser tan obstinada para creer que podré conseguir un buen matrimonio este año ──expliqué──, o uno de cualquier tipo, y con el debut de Bella sé que al fin se dará por vencida.
Viella, como siempre que sacaba este tema, suspiró.
Colocó el cepillo sobre el tocador y continué con la tarea que ella había dejado, intentaba sacar el máximo lustre a mi largo cabello blanco.
Ya no por ser necesario para una vidriera puesta para un rejunte de señores con mal gusto, sino porque quería darme el gusto de verme elegante.
Todavía necesitaba dar una buena imagen en la sociedad.
──El matrimonio no siempre tiene que ser tan malo… ──volvió a intentar mi testaruda amiga.
──Muy cierto, muy cierto ──le concedí enredando uno de sus mechones castaños en mis dedos──. Siempre hay excepciones para todo.
Entonces decidí agregar un poco más de color al morado de mis labios. Solo entonces Viella retomó su labor, con una prisa impostada, mojó un paño en el agua rosas y limpió el labial para reemplazarlo por un durazno más acorde.
──Herrsek Vladimir es bastante…
──Agh, despreciable, ojalá Herrsekina Katrina haya desistido sus sueños de algo mejor para su hija y lo acepte como yerno.
Viella dejó el cepillo a un lado, suspiró y justo en ese preciso momento alguien golpeó la puerta.
El criado avisó que el coche ya estaba listo y me puse de pie para evitar más miradas lúgubres de Viella.
Entendía su preocupación, pero estaba firme en mis ideales, tenía plena consciencia de que la vida de institutriz no sería fácil, cómoda o glamorosa, pero sería mía y no la de mi marido y todas las crías que me obligara a parir.