Capítulo 11: La Profecía

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El temblor se apoderó de su cuerpo, y entonces ella supo que había llegado el momento. Lo último que vio fueron los oscuros ojos del Maestro, Pluffo, su nieto, mirándola con preocupación y súplica. En ese momento, entendió que aquella mirada sólo significaba una cosa: le estaba deseando suerte. Luego todo se borró.

Oscuridad. Nada más que oscuridad. No podía ver, oler, palpar, saborear ni oír nada. Se sorprendió del silencio absoluto, y de lo acostumbrada que estaba de sentir constantemente su respiración, los latidos de su corazón. Intentó mover alguna parte de su cuerpo, pero sabía que no tenía ninguna en aquel estado. Por un momento se preocupó por la muerte, pero estaba segura de que seguía con vida. Quería estarlo. Pero al parecer no había nada en ese lugar que dijera que evidentemente ella existía allí. Por las enseñanzas de su madre al traspasarle su legado sabía vagamente qué debía hacer al entrar en esa dimensión, tan cercana a los Dioses, donde podía tener acceso a las profecías. Pero nunca lo había hecho, porque era un riesgo muy alto y nunca había estado en una situación tan grave como para hacerlo, así que no tenía idea de cómo se sentía o cuanto duraba, o qué veían que le sucedía a ella las personas a su alrededor. ¿Estaría convulsionando durante todo el tiempo hasta que regrese o eso era un síntoma de que algo había salido mal? ¿O tal vez su cuerpo se desmayaría o quedaría sin vida por el tiempo en que los Dioses simplemente le hablaran de la profecía para luego despertar y tener que contarles ella lo que le dijeron? No lo sabía exactamente, pero lo iba a averiguar, si sobrevivía. Había estado discutiendo con Pluffo de si debía correr el riesgo de entrar en aquella dimensión, pero ella estaba desde un principio segura de que era la única opción. Debía arriesgarse por la verdad. Los tiempos que se acercaban traían consigo el caos y la destrucción, y ella sabía que existía una forma de detenerlo o por lo menos suavizarlo. Pero ahora... ¿Qué debía hacer? No estaba del todo segura de si los Dioses sabrían exactamente lo que quería o si debía... decírselo de alguna manera, si es que era posible.

Ahora todo lo que la rodeaba era oscuridad, así que lo único que debía hacer por ahora era sentarse a esperar. O tan solo esperar, pues no poseía ningún cuerpo al que sentar.

Se dejó llevar por la tranquilidad, y su mente descansó. Sabía que debía hacer eso, por su madre, que debía encontrar su paz interior y canalizarla a todo su entorno, encontrar la armonía con la naturaleza. Era como meditar, pero sin sentir la calidez del sol acariciando su rostro y la suave brisa de seda meciendo la hierba, rozando su piel. Sintió que flotaba, muy alto en algún lugar, tal vez el cielo o tal vez el infinito. Se sintió fresca, ligera, joven. Se dio cuenta que estaba sintiendo. Entonces se dio cuenta que podía abrir los ojos. Y ahora, todo lo que vio fue luz. Mucha luz. No era la luz cegadora que llegaba del sol, sino que estaba dentro de la luz, la rodeaba. Y ella estaba en su plenitud, en su punto más vivo.

De pronto sintió una presencia conocida, y en su mente, sonrió. Era el Dios de la lluvia, su favorito. Con él compartía las tardes, cuando entraba en meditación y podía contactarlo. Él le había dado mucho conocimiento, y la había ayudado cuando lo había necesitado. Y ahora, él la recibía con los brazos abiertos, como a una vieja amiga, y la invitaba a entrar a sus dominios. Fue ahí cuando sintió la presencia de otro Dios, un apenas conocido para ella. El dios del tiempo, la memoria, los augurios y las profecías. Percibió que la presencia se hacía más fuerte, más clara, y más cercana. Y allí todo volvió a ponerse oscuro.

Al principio, lo que pudo divisar fue una mancha verde amarillenta con borrones anaranjados, como una gota de aceite deformándose en la superficie del agua, ondulando. Poco a poco fue haciéndose más nítida, tomando forma. Era un lugar familiar, pero tenía un aspecto un poco diferente. Cambiaba continuamente, el tiempo y el espacio se dilataban en la visión. De pronto sintió frío. Mucho frío. Y hambre. Y la sensación de no tener con qué saciarla. Alguien muerto. Una mezcla de emociones le abrumó la mente, pero aún no podía distinguir quién o quiénes las sentían. Movió los brazos en círculo como para mantener el equilibrio, pero no eran sus brazos reales. El entorno se aclaró un poco más. Su mente se agudizó, y entonces una bruma iridiscente comenzó a presionarle los oídos. Eran las Palabras Divinas, que se imponían ante sus propios pensamientos. Las voces de los dioses comenzaron a hablarle, pero no sonaban exactamente como el idioma de la tribu, sino como una lengua primigenia, que no consistía en dar significado a los sonidos sino en sentir las emociones, captar las pulsaciones de la misma Madre Naturaleza. Las palabras fueron acompañadas por nuevas imágenes, y la Pachamama pudo identificar algunas identidades que conocía. No podía distinguir las facciones de su rostro, pero podía sentir las peculiaridades de sus auras, y que sus personalidades eran cambiantes, por lo que deducía que eran jóvenes. Pero en esa dimensión el mundo se percibía diferente, y solo allí pudo experimentar la increíble fuerza y pureza de sus espíritus. Eran siete, siete poderosas almas con un gran destino. Un destino enorme. Capaz de cambiar toda la humanidad. Allí podía conocerlos en su totalidad, acceder a todos sus recuerdos y a sus más profundos sueños y temores, y prever la misión que tendrían que cumplir para salvar la tribu. Ellos eran Los Elegidos. Y tendrían que emprender un viaje, una búsqueda, la búsqueda de las Esencias. De repente una luz fugaz disolvió las personalidades, y todo lo que pudo sentir fue peligro. Miedo. Pánico. Dolor. Desesperación. Intentó arañarse, arrancarse de su propia carne, pero no tenía carne. Era un ser de luz. Un aura flotante que sufría en aquella dimensión. Una serie de imágenes se sucedían unas a otras atropelladamente delante de sí, tan rápido que apenas podía verlas. Gente alta y de piel oscura. Peligrosa, causando amenaza, miedo, pánico, terror y desesperación. Y por otro lado, veía un bosque en penumbras, las siete identidades atravesándolo, la sensación de peligro cerniéndose sobre sus cabezas, a punto de hacer desaparecer el suelo debajo de sus pies. Pero había algo diferente en esa segunda visión: esperanza. Búsqueda de la salvación. El bosque se transformó en llanura. Y luego montañas. Paisajes se trasponían una y otra vez sin sentido y dirección alguna. Pero ella podía entenderlas. Y sentir las emociones de aquellas épicas identidades. Podía sentir su dolor, su incertidumbre, su impotencia. Y pudo sentir la falta de alguna de ellas. El poder del sacrificio, y el valor que conllevaba. Y también estaba aquella otra visión paralela, más cercana a su propia personalidad, donde el asedio de aquellas auras rojas, feroces y crueles, amenazaba con castigar sin humanidad. De pronto experimentó revelaciones tan grandes que apenas lograba comprenderlas. Sintió que le iba a explotar la cabeza. Ya era suficiente, ya no quería saber más. La profecía ya había sido dicha, y si los Dioses seguían revelando información acabarían consumiéndola. Tenía que parar esto.

El Viaje de las EsenciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora