Primer Acto - Cuarta Parte Tallado en hueso, Lección de fuerza, Un mensaje

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Los ojos del joven pilluelo estaban bien abiertos y asustados conforme se iba acercando a los aposentos del capitán.

Fueron los gritos agónicos que venían de la puerta al final del pasadizo los que hicieron que empezará a pensarlo dos veces. Los alaridos que hacían eco a través de las cubiertas claustrofóbicas del enorme buque de guerra negro podían ser escuchados por cualquier miembro de la tripulación a bordo del Masacre. Justo lo que el capitán quería.

El primer oficial, con el rostro poblado de cicatrices, había puesto la mano sobre el hombro del chico para reconfortarlo. Se detuvieron frente a la puerta. El chico se estremeció mientras otro lamento atormentado se escuchaba desde adentro.

—Firme —dijo el primer oficial—. Al capitán le interesará escuchar lo que tienes que decir.

Después de oírlo decir eso, golpeó la puerta intensamente. Un momento después, una mole con tatuajes en el rostro que llevaba una espada curva y amplia en la espalda abrió la puerta. El chico no escuchó las palabras que se decían los dos hombres. Su mirada estaba puesta en la figura corpulenta sentada de espaldas a él.

El capitán era un hombre voluminoso y de mediana edad. Su cuello y sus hombros eran gruesos, semejantes a los de un toro. Se había arremangado y sus antebrazos estaban completamente empapados en sangre. Un gabán rojo colgaba de un perchero cercano, junto a su tricornio negro.

—Gangplank —dijo el pilluelo en un respiro, con la voz llena de miedo y pavor.

—Capitán, me imaginé que querría escuchar esto —dijo el oficial.

Gangplank no dijo nada ni miró hacia ninguna parte, decidido a seguir con su trabajo. El marino lleno de cicatrices dio un empujón al niño, quien tambaleó antes de recuperar el equilibrio y se tropezó unos pasos que lo acercaron al capitán del Masacre, como quien se aproxima al borde de un acantilado. Su respiración se iba acelerando a medida que contemplaba la obra del capitán.

Había varios cuencos con agua ensangrentada en el escritorio de Gangplank, junto a un grupo de cuchillos, ganchos e instrumentos quirúrgicos.

En su mesa de trabajo yacía un hombre, atado firmemente con correas de cuero. Lo único que podía mover era su cabeza. Miraba a su alrededor con una desesperación desgarradora, el cuello estirado y el rostro cubierto de sudor.

La mirada del muchacho se dirigió irremediablemente a la pierna izquierda, que había sido desollada. El chico de pronto se dio cuenta de que no podía recordar la razón que lo había llevado hasta ahí.

Gangplank interrumpió su labor para contemplar al visitante. Sus ojos eran igual de fríos y sin vida como los de un tiburón. Sostenía un cuchillo alargado en una mano, apoyado con delicadeza entre sus dedos como si fuera un fino pincel.

—La talla en hueso es un arte en extinción —dijo Gangplank, mientras volteaba de nuevo a ver su obra.— Son pocos hoy en día los que tienen la paciencia necesaria para tallar un hueso. Toma tiempo. ¿Lo ves? Cada corte cumple un propósito.

De algún modo, el hombre seguía vivo a pesar de la herida en su pierna. Le habían despellejado toda la carne y la piel del fémur. El chico, paralizado de horror, se fijó en lo detallista del diseño, un motivo de tentáculos y olas, que había tallado el capitán en el hueso. Era una obra delicada, incluso hermosa. Eso hacía que fuera más escalofriante.

El lienzo viviente de Gangplank comenzó a sollozar.

—Por favor... —gimió.

Gangplank ignoró su patética súplica y soltó el cuchillo. Desparramó un vaso de whiskey barato sobre su trabajo para limpiarle la sangre. El grito del hombre casi le desgarró la garganta hasta que se desplomó en la misericordia de la inconciencia. Los ojos amenazaban con salirse de su órbita. Gangplank gruñó en señal de disgusto.

—Niño, recuerda estas palabras —dijo Gangplank.— A veces, incluso quienes te son leales olvidan cuál es su lugar. De vez en cuando, debes procurar que lo recuerden. El poder de verdad tiene que ver con cómo te ven los demás. Si te muestras débil por un momento, será tu fin.

El chico asintió, con el rostro completamente pálido.

—Despiértalo —dijo Gangplank, apuntando con un gesto al tripulante inconsciente.— La tripulación entera debería escuchar su canción.

Cuando el médico del barco entró en escena, Gangplank volvió la mirada hacia el niño.

—Entonces —dijo.— ¿Qué era lo que querías decirme?

—Hay... un hombre —dijo el chiquillo, titubeando en cada palabra.— Un hombre en el muelle de Pueblo Rata.

—Continúa —dijo Gangplank.

—Estaba tratando de no ser visto por los Ganchos. Pero yo sí pude verlo.

—Ajá —dijo Gangplank entre murmullos mientras su interés empezaba a disiparse. El capitán se volvió hacia su obra.

—Sigue hablando, chico —le pidió el primer oficial.

—Estaba jugando con una baraja de cartas especiales. Resplandecían de un modo extraño.

Gangplank se levantó de la silla cual coloso saliendo de las profundidades.

—Dime dónde está —dijo Gangplank.

El cinturón de cuero de su pistolera crujía en su puño apretado.

—En la bodega grande, la que está cerca de los cobertizos.

La cara de Gangplank se enrojecía de furia mientras se ponía el gabán y tomaba su sombrero del perchero. Sus ojos también se veían rojos a la luz de la lámpara. El chiquillo no fue el único que dio un paso atrás por precaución.

—Dale al chico una serpiente de plata y un plato de comida caliente —le ordenó el capitán a su primer oficial mientras caminaba con decisión hacia la puerta de la cabina.

Y diles a todos que vayan al muelle. Tenemos trabajo por hacer.

Aguas turbias mareas del fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora