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El sol del atardecer bañaba de tonos cálidos los tejados del complejo Hyūga, tiñendo las tejas grises con reflejos dorados que parecían brasas dormidas. Asami caminaba en silencio por el sendero de piedra que bordeaba los patios interiores, sus sandalias deslizándose apenas sobre la piedra pulida con un murmullo casi imperceptible.
No tenía un destino fijo. Sus pasos eran guiados más por el vaivén de sus pensamientos que por la lógica del camino. Había despedido a su equipo hacía ya un rato, pero no había regresado directamente a su habitación. En lugar de eso, se dejó arrastrar por una inquietud difusa que le latía en el pecho, como una brújula desorientada.
Caminaba sin rumbo, la mirada perdida, mientras su mente flotaba entre recuerdos vagos y preguntas sin forma. Las sombras de los árboles alargaban sus dedos sobre el suelo, y ella apenas las notaba. Estaba presente solo en cuerpo; el resto de ella vagaba en otra parte, atrapada en ese limbo que existe entre lo que se siente y lo que aún no puede nombrar.
Al doblar una de las esquinas del edificio principal, se detuvo. Y a través del enrejado de madera que separaba el pasillo del patio de entrenamiento, la vio.
Hinata.
Estaba sola, practicando los movimientos del Jūken con una expresión concentrada, los puños envueltos en vendas, sus pasos aún torpes en ciertos desplazamientos.
Asami se detuvo a cierta distancia, observándola en silencio. Tardó unos segundos en notar el brillo perlado en sus ojos: el Byakugan estaba activado. Los vasos de chakra se dibujaban con claridad en su piel, finos y tensos como ramas bajo la nieve, palpitando con cada impulso de energía que recorría su cuerpo. ¿Así se veía el Byakugan desde esta distancia lejana? Hinata parecía luchar contra algo más que un entrenamiento. Había en sus movimientos una urgencia muda, como si cada golpe intentara arrancarle una duda o una inseguridad.
Mientras la observaba, sin que su hermana mayor notara su presencia, pasó una mano por su propio rostro, cansada, pensativa. Sus dedos se deslizaron con lentitud hacia el costado de sus ojos, como si buscara inconscientemente algún indicio, algún rastro de calor o presión en los vasos sanguíneos donde, en teoría, debía activarse el Byakugan. Pero no sintió nada. Solo la piel lisa, tibia, inmutable.