En su deliciosa biografía del Dante (ca. 1360), Boccaccio' expuso su opinión —que no viene
al caso— acerca del origen de la palabra "poesía" concluyendo con este comentario: "otros
lo atribuyen a razones diferentes, acaso aceptables; pero ésta me gusta más". El novelista
aplicaba, al conocimiento acerca de la poesía y de su nombre el mismo criterio que podría
apreciarse para apreciar la poesía misma: el gusto. Confundía así valores situados en niveles
diferentes: el estético, perteneciente a la esfera de la sensibilidad, y el gnoseológico, que no
obstante estar enraizado en la sensibilidad está enriquecido con una cualidad emergente: la
razón.
Semejante confusión no es exclusiva de poetas: incluso Hume, en una obra célebre por su
crítica mortífera de varios dogmas tradicionales escogió el gusto como criterio de verdad. En
su Treatise of Human Nature (1739) puede leerse^: "No es sólo en poesía y en música que
debemos seguir nuestro gusto, sino también en la filosofía (que en aqueUa época incluía
también a la ciencia). Cuando estoy convencido de algún principio, no es sino una idea que
me golpea (strikes) con mayor fuerza. Cuando prefiero un conjunto de argumentos por sobre
otros, no hago sino decidir, sobre la base de mi sentimiento, acerca de la superioridad de su
influencia". El subjetivismo era así la playa en que desembarcaba la teoría psicologista de las
"ideas" inaugurada por el empirismo de Locke.
El recurso al gusto no era, por supuesto, peor que el argumento de autoridad, criterio de
verdad que ha mantenido enj aulado al pensamiento durante tanto tiempo y con tanta eficacia.
Desgraciadamente, la mayoría de la gente, y hasta la mayoría de los filósofos, aún creen —u
obran como si creyeran— que la manera correcta de decir el valor de verdad de un enunciado
es someterlo a la prueba de algún texto: es decir verificar si es compatible con (o deducible
de) frases más o menos célebres tenidas por verdades eternas, o sea, principios infalibles de
alguna escuela de pensamiento. En efecto, son demasiados los argumentos filosóficos que
se ajustan al siguiente molde: "X está equivocado, porque lo que dice contradice lo que
escríbió el maestro Y", o bien "el X-ismo es falso porque sus tesis son incompatibles con las
proposiciones fundamentales de Y-ismo". Los dogmáticos —antiguos y modemos fuera y dentro de la profesión científica, maliciosos o no— obran de esta manera aun cuando no
desean convalidar creencias que simplemente no pueden ser comprobadas, sea
empíricamente, sea racionalmente. Porque "dogma" es, por definición, toda opinión no
confirmada de la que no se exige verificación porque se la supone verdadera y, más aún, se
la supone fuente de verdades ordinarias.
Otro criterio de verdad igualmente difundido ha sido la evidencia. Según esta opinión,
verdadero es aquello que parece aceptable a primera vista, sin examen ulterior: aquello, en
suma, que se intuye. Así, Aristóteles^ afirmaba que la intuición "aprehende las premisas
primarias" de todo discurso, y es por ello "la fuente que origina el conocimiento científico".
No sólo Bergson, Husserl y mucho otros intuicionistas e irracionalistas han compartido la
opinión de que las esencias pueden cogerse sin más: también el racionalismo ingenuo, tal
como el que sostenía Descartes, afirma que hay principios evidentes que, lejos de tener que
someterse a prueba alguna, son la piedra de toque de toda otra proposición, sea formal o
fáctica.
Finalmente, otros han favorecido las "verdades vitales" (o las "mentiras vitales"), esto es, las
afirmaciones que se creen o no por conveniencia, independientemente de su fundamento
racionaly/o empírico. Es el caso de Nietzsche y los pragmatistas posteriores, todos los cuales
han exagerado el indudable valor instrumental del conocimiento fáctico, al punto de afirmar
que "la posesión de la verdad, lejos de ser (...) un fin en sí, es sólo un medio preliminar para
alcanzar otras satisfacciones vitales"", de donde "verdadero" es sinónimo de "útil".
Pregúntese a un científico si cree que tiene derecho a suscribir una afirmación en el campo
de las ciencias tan sólo porque le guste, o porque la considere un dogma inexpugnable o
porque a él le parezca evidente, o porque la encuentre conveniente. Probablemente conteste
más o menos así: ninguno de esos presuntos criterios de verdad garantiza la objetividad, y
el conocimiento objetivo es la finalidad de la investigación científica. Lo que se acepta sólo
por gusto o por autoridad, o por parecer evidente (habitual) o por conveniencia, no es sino
creencia u opinión, pero no es conocimiento científico. El conocimiento científico es a veces
desagradable, a menudo contradice a los clásicos (sobre todo si es nuevo), en ocasiones
tortura al sentido común y humilla a la intuición; por último, puede ser conveniente para
algunos y no para otros. En cambio aquello que caracteriza al conocimiento científico es su
verificabilidad: siempre es susceptible de ser verificado (confirmado o disconfirmado).
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La ciencia. Su método y su filosofía
РазноеLa ciencia. Su método y su filosofía, por Mario Bunge -¿Qué es la ciencia? (Cap 1- 2- 3) -¿Cuál es el método de la ciencia? (Cap 4- 5- 6-7-8-9-10-11-12)