El cuento de como el lobo se comió a caperucita

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Podía haber vuelto directo donde Tiffany, pero Mardröm necesitaba pensar. Con paso lento se deslizaba por las calles medio vacías intentando poner en orden sus ideas.

«Vete. Consígueme el nombre»

La orden no había sido muy específica. Un error. El nombre ya lo tenía, pero no había recalcado ninguna fecha en concreto, así que no hacía falta que fuese corriendo a verla como un perro amaestrado. Quizás, incluso se retrasase varios años, no muchos solo ochenta o noventa como máximo, antes de darle el nombre que tanto ansiaba. Podía hacerlo...

Pero ¿y sí moría antes?

Todo en aquel estúpido deseo le estaba pasando una factura muy cara y aquel pensamiento tenía cierta lógica malévola. Si moría antes... ¿se arreglaría todo o se consideraría que había roto el pacto? ¿Volvería a ser humano?

La última experiencia había sido francamente desagradable. Si no llega a ser por la compañía de...

Quitó de su mente el nombre de aquella mujer antes de que apareciese del todo. Lo machacó en lo más profundo de su mente mientras se reprendía por imaginar que había pasado un buen rato junto a una humana.

Imposible.

Seguro que aún estaba infectado con algún tipo de malestar humano que le hacía pensar en tonterías. No importaba, sabía cómo debía actuar en casos como ese. Cerró el puño con fuerza y, con un pisotón, dejó a los pocos viandantes de la calle boquiabiertos al desaparecer envuelto en un humo tan negro como su alma.

Entre todos los lugares que podía escoger al teletransportarse, fue un pequeño bar de Francia, justo al lado del Sena, donde eligió sentarse a tomar un café acompañado de dos tostadas calientes. Era un pequeño tugurio, medio escondido entre edificios antiguos, que no todo el mundo conocía y que, sin embargo, preparaban uno de los mejores desayunos del mundo.

—¿Seguro que no quiere un croissant? —insistió el camarero, un hombre de sesenta años que aparentaba más, con un francés exquisito—. Es nuestra especialidad.

—Así está bien. Gracias Evans.

No tuvo que repetirlo y Mardröm agradeció estar a solas consigo mismo. Las vistas, y el aroma del café, le ayudaron a tranquilizar un poco su estado de ánimo. Si hace unos días alguien le hubiese dicho que iba a estar a punto de perder el juicio por una niña se habría reído ante la ocurrencia; ahora, sin embargo, la idea no le hacía tanta gracia. Y no era solo que aquella chica le hiciese perder el juicio. Es que lo que le hacía sentir le volvía más peligroso que si sólo le estuviese loco.

Aunque Mardröm era considerado un demonio cruel, la necesidad imperiosa de estrangular a Tiffany con sus propias manos era algo que se estaba convirtiendo en una necesidad como lo era el respirar para los humanos.

Pensar ahora en esa muchacha le amargó el instante de paz que había conseguido. ¿Cómo alguien podía frustrarle a tantos kilómetros de distancia apareciendo tan solo en su cabeza? Ni siquiera demonios más poderosos habían conseguido ese poder sobre él.

Tomó otro sorbo del café y, por primera vez desde que venía a este rincón apartado del mundo, le supo amargo. Esa humana, sin siquiera estar allí, acababa de corromper uno de sus mejores lugares.

Resopló enfadado consigo mismo ante la estupidez de tal pensamiento. Sí Tiffany tenía aquel don era porque él se lo había permitido. ¿Qué tenía que obedecerla? Pues al mal tiempo buena cara. Después de todo, la vida de las personas era muy inferior al tiempo de existencia de un demonio. Si dejaba de intentar resistirse y se limitaba a cumplir con su parte del trato, todo sería más llevadero.

Mardröm, el guardián del infierno:Donde viven las historias. Descúbrelo ahora