PRÓLOGO.
Un color brillante dónde debería haber oscuridad.
Sus cabellos eran rubios, de un tono tan claro que uno podría llegar a hacerse a la idea de que era blanco. Sus párpados estaban cerrados, azules por la falta de circulación de la sangre. Las pestañas, largas y espesas, de una tonalidad ligeramente más oscura que el pelo, rozándole el inicio de los pómulos a ése rostro tan perfecto y anguloso.
El rostro de un demonio.
El corazón se le estrujó dolorosamente, al joven cazador de sombras con los cabellos negros obstruyéndole la visión de aquel cuerpo inerte, al recordar su desafortunada historia. Envenenado mientras crecía en el vientre materno por su padre, odiado por la mujer que lo alumbró y despreciado por todos aquellos que alguna vez se cruzaron en su camino. Sebastian Morgenstern, el chico que nunca tuvo derecho de vivir, al menos, no a su manera.
Después de volver de la dimensión demoníaca en que se encontraban, librando la batalla contra los Oscurecidos, el reino de Edom, después de que Clary le hubo atravesado el corazón con Heosphoros. Después de que todos hubiesen regresado a casa pagando el costoso precio de la inmortalidad de Simon, el vampiro diurno, el padre de Magnus había tenido la decencia de devolverles el cadáver de Sebastian.
Luego del ataque de Valentine a la Ciudad Silenciosa, tan sólo habían quedado vivos un par de Hermanos, entre ellos, el Hermano Zacariah, y todos habían expresado su opinión al respecto. No deseaban examinar el cuerpo de Sebastian, se le clasificó de traidor y como la ley lo dictaba no sería enterrado en la ciudad Silenciosa, ya que no se merecía el honor de ser incinerado y sacar provecho de sus cenizas. Sebastian Morgenstern yacía tendido en una mesa de mármol pulido con ambos brazos cruzados sobre el pecho, siendo iluminado por la luz de la mañana que entraba a raudales por la ventana. Alec Lightwood estaba de pie junto a él, observándolo desde hacía más de media hora, sumido en sus pensamientos y memorias.
La Clave, una vez dado por muerto, no asumió responsabilidad por el cadáver; Jocelyn, todavía paralizada por el shock debido a la muerte de su verdadero hijo, y no el monstruo que Valentine había creado, tampoco hizo nada más que quedarse hecha un ovillo en su cama durante días. Por lo tanto, la decisión quedó en manos de los jóvenes. Jace se había mostrado reacio a aportar alguna idea, e Isabelle, irascible, no había ayudado mucho al comentar que tal vez sería buena idea cortarlo en pedacitos y dárselos de comer a las palomas en el parque. Al final, Clary y Alec, los únicos que seguían, aparentemente, cuerdos, coincidieron en que lo mejor sería quemar su cuerpo. La pelirroja no pudo con ello, un par de lágrimas rebeldes resbalaron por sus mejillas pecosas y Jace la llevó fuera para que le diera un poco el aire; el moreno les había asegurado que podía hacerse cargo.
Alec pasó sus dedos inquietos por encima de las iniciales J.C grabadas en la cajita de madera, en donde la madre de Clary guardaba aquél solitario mechón de pelo y lloraba cada año. Se suponía que allí era en donde guardaría las cenizas, devolvería la caja a Clary y ella podría esparcirlas por las intranquilas aguas agitadas del río Lyn. Aunque para eso tendría que comenzar a trabajar en ese mismo instante, y dejar de temblar con tanta violencia como lo estaba haciendo. Se acercó, aún con la caja en mano, y deslizó un temeroso dedo pálido sobre la piel blanca y tersa de su afilado pómulo.
«Tan hermoso. »
"Alec, Alec no llores."
Fue consciente de las lágrimas rodando por sus propias mejillas, y pensó que era su subconsciente obligándose a ser fuerte por una vez en la vida. No había nadie más en la habitación. Sólo eran Sebastian y él. Y entonces vio esos labios color rosa, resquebrajados por el grave estado de deshidratación en que se encontraba, moverse de nuevo, hablarle de nuevo. Lentamente sus ojos se abrieron, orbes verdes del color de las brillantes esmeraldas, un poco más claros que los de Clary y Jocelyn, pero al mismo tiempo tan parecidos, y lo miraron por un par de segundos eternos. Alec los admiró también, antes de parpadear y echarse violentamente hacia atrás, con torpeza. Trastabilló, por poco cayendo al suelo, y emitió un grito en busca de auxilio, que fue inmediatamente sofocado por una mano suave de largos dedos.
«No, se dijo Alec, no tanto en busca de auxilio. Más bien en reacción a ver a un muerto levantarse frente a mis propios ojos.» Sebastian le susurró al oído, la voz rasposa y grave, debilitando sus rodillas sin razón aparente.
"Para, no grites, por favor. Deja que te lo explique."
El rostro horrorizado de Alec se tiñó, por un momento, de confusión. La confusión dio paso a la estupefacción de haber oído a Sebastian Morgenstern pidiendo algo por favor. El demonio estaba demasiado cerca de él, Alec podía sentir su pecho crecer contra la espalda mientras respiraba con agitación, y su olor le inundaba las fosas nasales. Era como a pimienta negra y corteza de árbol mojado, y a sangre y sudor; Alec no sabía porqué pero se sintió súbitamente adormecido, como tranquilizado por su olor. Asintió con la cabeza y al instante su mano desapareció de su boca, dejándole libre pero reforzando su agarre en los hombros del más delgado.
Alec se estremeció, no de disgusto, y las mejillas se le enrojecieron sin su consentimiento; se obligó a sí mismo a pensar que el hombre cuyo agarre parecía estarle derritiendo era el mismo monstruo había asesinado a miles de personas, incluyendo a su pequeño hermanito menor. Se giró con lentitud, ladeando un poco la cabeza para mirarle a los ojos, incrédulo a lo que sucedía.
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Corto, ¿a que sí? Es sólo el prólogo, los demás capítulos serán más largos, prometido.
-Elle.
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Segunda oportunidad. {Jonalec}
Novela JuvenilLa vida de Alec Lightwood iba reconstruyéndose poco a poco, luego de que la guerra contra los Oscurecidos hubiese terminado, Sebastian asesinado por Clary y Magnus dándole una segunda oportunidad a su relación. Todo debería estar bien ahora, pero él...