Uno

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Mérida Dunbroch

El torneo finalizó, y yo había ganado. Provocando que los clanes exigieran explicaciones por mi repentina participación. La reina ya estaba en camino de obtenerlos.

—¡No me voy a casar! Yo gané, yo decido mi destino —grité a todo pulmón, después de haber sido arrastrada al dormitorio de los reyes.

Mi madre se acercó a mí, tomó de mis hombros y comenzó a sacudirme con fuerza. Pude ver la furia en el fondo de sus ojos marrones, aún así determinación no salió de mi alma.

—Mérida —pronunció, tomando un pesado respiro antes de continuar—. Lo que estás haciendo está fuera de tus límites. Si no cumplimos con lo pactado, habrán graves consecuencias políticas. No estamos preparados para comenzar una guerra. Así que dime, ¿vas a reforzar esta alianza? —daba todo de sí para no perder los estribos e intentar razonar conmigo.

La terquedad fue más grande que la cordura.

—No —finalmente contesté.

Sonrió de una forma que no había visto jamás, como si la bondad o devoción con la que siempre intentó educarme nunca había estado ahí. —Bien. Me has puesto en el penoso papel de tirana. Espero puedas aceptar tu derrota con dignidad —dicho esto, me arrebató el arco que colgaba de mi espalda. La rudeza con la que lo hizo terminó arrojándome al suelo, donde observaba con asombro una faceta maliciosa y perversa de mi madre.

Caminó hacia la abrasante chimenea con el arco en sus manos, y pronto pude darme cuenta de sus intenciones.

—¿Mamá? —susurré, vacilante a sus movimientos.

El fuego recibió anhelante el pedazo de madera que representaba mi rebeldía, carbonizando toda esperanza que tenía en mi familia. Me levanté en breve, y salí de la habitación con los ojos cristalinos por la agonía que sufría mi alma.

Ninguno de la servidumbre se atrevió a detenerme, por lo que fue fácil salir del palacio. Corrí a los establos y me monté sobre mi caballo Angus. Jalé la correa, poniéndonos en marcha a las profundidades del lóbrego bosque.

Me enfoqué demasiado en tragarme las lágrimas, que no presté atención a lo que sucedía frente a mis ojos. Un forastero horrorizó al caballo, y detuvo su andar. Intenté obligarlo a avanzar pateando a sus costados, pero se rehusó tajante.

Pronto, el crujido de las ramas quebrándose orilló al caballo a colocarse en sus patas traseras y relinchar atemorizado.

No tuve tiempo de reaccionar, y terminé tendida en el sedimento. Mi espalda absorbió el golpe de forma tortuosa para mí. El dolor era tan grande que ningún sonido lograba salir de mi boca.

El equino retrocedió ante una figura negra que se asomaba entre los árboles. Tragué con dificultad ante el desmesurado tamaño de la criatura que se imponía en nuestro camino.

Una bestia que había logrado escapar de mis pesadillas más grotescas. Dientes afilados, ojos que no mostraban ni una pizca de humanidad, y sobre todo, una envergadura que superaba por mucho a la de cualquier ave en este maldito bosque.

—Un dragón —musité, con mis extremidades acojonadas por el miedo.

Y como las cosas siempre pueden empeorar, el monstruo me fijó como su objetivo y empezó a acercarse a mí. Pretendí levantarme pero los tacones de mi calzado estaban anclados al fango. Volví a caer, esta vez sin ninguna oportunidad de poder escapar.

Sabía que tarde o temprano el destino me regresaría a mi punto de partida. ¿Acaso hoy sería el día en el que todos recordarían el misterioso deceso de la futura reina de Dunbroch?

Cuando menos lo esperé, el grito de un varón hizo acto de presencia en el justo segundo en el que esa cosa había abierto sus fauces —¡Chimuelo, no! 

Hermosa Casualidad | EN EDICIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora