Dentro, la casa se parece a algo que ha visto en el cine: metales trabajados como si fueran puntillas, el lugar entero ajeno y majestuoso. La puerta de la entrada abre a un largo salón que se extiende hasta la parte de atrás, en torno a una escalinata central que gira en círculo hasta el segundo piso. Descendiendo del techo, como una cascada de hielo, hay una lámpara de araña que parece guardarse la luz dentro de sus cristales en vez de ofrecerla hacia fuera. El suelo de la entrada es de mármol distribuido en rombos blancos y negros. En los muros hay relojes de pared y consolas semicirculares que sostienen barcos en miniatura y aparadores de caoba con ramilletes de flores, o antiguas y amarillentas muñecas encerradas en campanas de cristal.
El lugar parece no haber sido tocado por la masiva muerte andante que penetra en todos los demás lugares del mundo. Temple busca al lado de la puerta las armas de fuego, pero sólo encuentra un perchero para los abrigos y los paraguas, y un zapatero para guardar botas embarradas. No hay tablas clavadas en las ventanas, sino visillos y muselinas recogidos a un lado con gruesas cuerdas de color vino de las que cuelgan juguetonas borlas. No hay sangre incrustada en las paredes ni en los suelos, ni puntos de vigilancia, ni parapetos para disparar: es como si acabara de entrar en una época completamente diferente.
La primera cosa que oye al entrar por la puerta es una canción tocada al piano. Ella da por hecho, claro está, que se trata de una grabación, hasta que la música se detiene de manera abrupta yvuelve a comenzar. Entonces comprende que alguien está ensayando en un piano de verdad.
La melodía es pacífica, pero también está llena de acordes que le duelen. Se trata de una paz triste.
-¿Quién toca el piano? -le pregunta a Johns.
-El señor Grierson ensaya por las mañanas.-¿Y quién es el de la pared?
Temple señala el retrato de un hombre vestido con un viejo uniforme militar gris, que está de pie al lado de una mujer sentada en una silla y con un largo vestido rojo. Detrás de ellos hay una bandera con una equis en ella, que Temple reconoce como la perteneciente al Sur de antaño.
-Son Henrietta y William Cuthbert Tercero, tatarabuelos de la señora Grierson.
-Empiezo a entender. O sea, ésta es la hacienda de los Grierson.
-Se llama Belle Isle.
-Lo que usted diga. Déjeme limpiarme la sangre de los pies para no manchar el suelo.
Johns le lanza una mirada fulminante, y ella le responde con una dulce sonrisa.
-¿Cómo la anuncio? -le pregunta.
-De la manera que suela hacerlo me parecerá bien.-¿Qué nombre doy?
-¡Ah...! Sarah Mary Williams. -¿Y el de él?
-Puede llamarlo simplemente bobo. Ni él ni yo somos muy ceremoniosos, ¿verdad, bobo?
Johns abre una de las altas puertas que dan al salón de entrada para mostrar un salón lleno de sofás estampados y sillas, y un enorme piano negro con la tapa abierta que deja al descubierto todas las cuerdas de sus entrañas. A un lado del salón, ante una mesa de juego, está sentada una mujer bien vestida, haciendo un solitario y tomando a sorbos una bebida que lleva lo que parecen hojas trituradas. Parece tener setenta y tantos años, pero setenta y tantos años majestuosos. Es bella, y lleva un vestido que brilla y cruje y que no se parece a ninguno que Temple haya visto en la realidad en toda su vida.
Ante el piano está sentado un joven completamente trajeado, con el pelo alisado hacia atrás, que inclina y balancea el cuerpo al tocar la música. Cuando se vuelve, Temple ve sus delicados ojos verdes y su cara bien afeitada, y supone que tendrá unos cinco años más que ella.
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La ira de los angeles
Science FictionNacida una década después de la aparición de los primeros zombis, en un mundo donde la civilización apenas sobrevive en enclaves dispersos, Temple ha pasado sus escasos quince años de vida entre esas criaturas; sabe cómo evitarlas y, en caso de que...