Capitulo 15

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Moses Todd llega tambaleándose a la puerta de la calle justo a tiempo de ver caer al suelo el cuerpo arrodillado de la chica, como un castillo de naipes que se derrumba hermosamente, sin sonido, con la complicidad de la brisa.



Su muchacha. Su chiquilla.

-No -dice en voz muy baja.

Entonces ve a la niña mutante, que está de pie con la pistola sostenida aún en una torpe posición.



-¡Maldita! -brama dirigiéndose a grandes zancadas hacia la niña mutante. Le arranca la pistola de la mano, aprieta el cañón contra sus costillas, y le dispara dos veces en el pecho.



La mutante se tambalea hacia atrás con mirada sorprendida, antes de caer hacia delante sobre la hierba. La sangre ya ha empezado a formar flores rojas en su vestido de cuadros.



-¡Vete al infierno, maldita! -le grita Moses Todd mirando fijamente a la niña que yace inmóvil sobre la hierba, y disparándole tres balas más en el torso.



-Era algo entre nosotros dos -dice M oses sin saber muy bien lo que dice-. Era entre ella y yo.



Dispara una vez más, sin apuntar, a la parte de atrás de la cabeza de la niña mutante. Le gustaría poder matarla de nuevo, matarla una y otra vez hasta que remitiera la terrible sensación que lo embarga. Hasta que toda la furia y todo el miedo y todo el amor y toda la pérdida que siente en el pecho quedaran borrados por la violencia.



Retrocede hacia donde yace su muchacha, de costado sobre la hierba.



Se agacha sobre ella y le pone los dedos en el delicado cuello blanco para comprobarle el pulso, pero no lo encuentra, tal como esperaba. Le aparta el pelo de la cara y se lo pasa por detrás de la oreja.



Ella conocía las fuerzas de las cosas, y entendía de Norteamérica la Bella, y no tenía miedo salvo de sí misma.



Una vez concluida la tragedia, Point Confort, en Texas, regresa a su pertinaz silencio: la humedad del aire tras días de lluvias torrenciales, la ausencia de cantos de pájaros, el agua de lluvia que sigue cayendo de los aleros y canalones de las casas, por todas partes de la calle.



Al final de la manzana algo se mueve, y Moses ve un par de coyotes desgreñados, detenidos a mitad de zancada, que lo observan con atención. Tal vez hayan llegado atraídos por los disparos, por la promesa de actividad en aquellas tierras muertas. Por unos instantes se miran a los ojos ellos y él. Después los dos huesudos animales se van en busca de otro sitio en el que hurgar.



Moses Todd recuerda lugares como aquel, recuerda cómo eran antes de la llegada de las babosas. La verdad es que no hay tanta diferencia. Las filas de casas son como lápidas en un cementerio. Defendidas, incluso entonces, contra el ataque de la realidad.



Vuelve a observar el rostro de la chiquilla. Se pregunta adónde habrá ido esa polvorita, esa chiquilla inquieta. Se pregunta si sabrá ver en la expresión de su rostro adónde ha ido.



Y se sonríe al ver que sí puede verlo. Está claro que los ángeles la han querido.



Se cuida de que ella no regrese mediante un simple disparo en la cabeza, donde no estropee esa cara suya.



Entonces deja caer la pistola al suelo, se yergue, se estira y respira el aire vaporoso mientras el sol matutino se abre paso entre las nubes y la humedad empieza a evaporarse por todos lados.



Vuelve hacia la casa y atraviesa la puerta que da al garaje. Encuentra una pala, la saca al abandonado jardín delantero y cava una tumba lo bastante honda para que los coyotes no escarben en ella. Le cuesta casi una hora. Cuando ha terminado, levanta a la muchacha para meterla en la tumba y se asombra de lo poco que pesa. Se pregunta si pesaría más cuando estaba viva, si había alguna cualidad vital que le infundía el peso suficiente para no salir volando por los aires cada vez que soplaba un poco de viento.

La ira de los angelesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora