La mano le duele, y la alarga al talego que está en el asiento de al lado para buscar las pastillas, pero lo que encuentra es la bolsa de plástico en la que metió el extremo del meñique. La carretera es recta, y el coche continúa sin desviarse mientras Temple levanta la bolsa a la luz del parabrisas para examinar su contenido.
Lo asombroso es que sigue pareciendo un dedo. O sea, es como si fuera parte de un truco de magia, y fuera a aparecer de repente el resto del cuerpo de detrás de la cortina y volverse a pegar al dedo con toda la pompa que suelen utilizar en los espectáculos de prestidigitación. La uña sigue pintada de color rosa algodón de azúcar, en tanto que la piel del borde de la herida se está secando y arrugándose ligeramente.
Resulta extraño comprender que aquello era parte de todo lo que ella hizo en su vida, y ahora es independiente. Se dispone a dejarlo donde estaba, en el talego, pero cambia de idea y lo mete en la guantera.
Parcelitas con su vivienda unifamiliar. Esos magníficos hogares color blanco roto que se repiten fila tras fila en cuadrículas que parecen crecer como cristales con la nitidez y precisión de la artesanía divina, con aceras suavemente inclinadas y zonas cuadradas de hierba de crecimiento desbordado, y puertas de garaje que parecen sonrisas de dientes deslumbrantes. Le gustan. Le gusta la manera en que las casas encajan unas con otras como las piezasde un rompecabezas. Cuando oye la palabra comunidad, ésa es la imagen que le acude a la cabeza: familias que anidan en cubos de idéntico espacio, unidos por el mismo color del estuco. Si viviera en otra época, le gustaría vivir allí, donde todo es igual para todos, hasta los buzones.
Allí, entre aquellas bonitas casas, en una carretera de cuatro carriles con una ancha mediana de hierba en el medio en la que están plantados los ficus a intervalos regulares, encuentra una acumulación de pellejos, en fila, unos veinte, que trotan con torpeza en la misma dirección. Después de pasarlos detiene el coche, al frente de la línea: allí se encuentra un hombre grande que intenta huir de aquella congregación. En sus brazos lleva el cuerpo de una anciana, no mayor que el de un niño.
Detiene el coche a su lado y baja la ventanilla.
-Eh, amigo -dice ella-, has reunido a toda una multitud. Te vas a ver en un buen apuro si te cansas de andar antes que ellos.
El hombre la mira con inexpresivos ojos grises, vacíos de comprensión, y sigue caminando.
-Vamos -dice ella-, es un triste desfile el que llevas detrás. ¿Por qué no dais la vuelta tu abuela y tú y entráis en el coche? Si te gustan tanto las carreras, lo menos que puedo hacer es darte un poco de ventaja de partida.
El hombre vuelve a mirarla. Es grande, con un sucio pelo color paja que le cae en greñas y cara de palangana con ojos lentos, de párpados pesados, que parecen demasiado pequeños para la anchura de sus planos pómulos. Hay algo en su frente que parece como hollín, y respira por la boca, sacando el labio inferior. Se le enredan los pies, y Temple tiene la impresión de que lleva mucho
tiempo caminando. La anciana que lleva en los brazos está muerta, pero parece una muerta reciente.
-Eres un bobo, ¿no? Un poco lento de entendederas... De acuerdo, bobo, lo haremos a tu manera.
Detiene el coche nada más pasar al hombre, apaga el motor, busca en el talego el rifle AR-15 con mirilla, encaja un cartucho en él y sale del coche.
El hombre pasa caminando a su lado, sin pararse, y ella pone una rodilla en tierra, se apoya contra el coche para estar más firme,
ESTÁS LEYENDO
La ira de los angeles
Science FictionNacida una década después de la aparición de los primeros zombis, en un mundo donde la civilización apenas sobrevive en enclaves dispersos, Temple ha pasado sus escasos quince años de vida entre esas criaturas; sabe cómo evitarlas y, en caso de que...