Las calles están desiertas, excepto de babosas y perros salvajes. La ciudad es demasiado grande para cercarla con vallas, y sus avenidas demasiado serpenteantes para patrullarlas, pero, razona Temple, la electricidad la mantiene alguien que no son las babosas. Los habitantes deben de estar escondidos.
Se sube a una valla publicitaria que hay junto a una vía de acceso a la autovía, y se zampa un paquete de galletas de mantequilla de cacahuete mientras otea el horizonte.
En su camino hacia el norte, Temple había pasado por una comunidad costera, donde todos los edificios eran elegantes, pintados de colores pastel. La principal arteria estaba llena de restaurantes que en otro tiempo habían contado con terrazas en las amplias aceras, lugares donde debían de haberse tomado sus cócteles los ricos, vestidos con camisas color crema. Ahora, sin embargo, la mayor parte de aquellos escaparates de vidrio pulido estaban rotos, y el resquebrajado reflejo blanco del sol iluminaba todos los picos del cristal, como colmillos que rodean la abertura del negro interior. La pintura de color pastel se descascarillaba y dejaba al descubierto el quebradizo cemento que había debajo. Delante de algunos de los restaurantes, las mesas de hierro forjado y las sillas habían sido apiladas formando barreras defensivas, en las que hacía mucho tiempo se habían abierto brechas.
Aquel era un barrio bonito, piensa Temple, pese a estar vacío. Tal vez regrese a él algún día. Pero era un barrio bajo, pues ninguno de los edificios tenía más de seis pisos de altura. A diferencia de la
ciudad que contempla ahora, cuyo centro, desde donde lo observa, parece un castillo alzado sobre una colina, lleno de chapiteles de plata y de metálica majestuosidad.
Se baja de la valla y camina otros quince minutos hacia los altos edificios del centro, donde las largas sombras cruzan la calle de una acera a la otra y resultan agradables en su piel recalentada. Encuentra una joyería y se queda largo rato contemplando el escaparate. Hay bisutería polvorienta que cuelga de cuellos de terciopelo artificiales, y anillos guardados en el interior de pequeñas y bonitas cajas. Un sinsentido: en otra época, esos objetos tenían valor; ha conocido gente en el pasado que coleccionaba tales chismes, acaparándolos a la espera de que el futuro restaurara la gloria de una economía de baratija. Las coleccionaban en cajitas que metían en cajas más grandes, y éstas en otras aún más grandes, que cuidaban y protegían como si fueran miembros de una aristocracia temerosa.
Pero hay una cosa que a Temple no le importaría meterse en el bolsillo para rodearla con los dedos y palparla de vez en cuando: un pendiente formado por un rubí en forma de lágrima, la misma forma que tenía su isla. Incluye un engaste de oro sujeto a una cadena, pero si el pendiente fuera suyo le arrancaría los trozos de metal y se quedaría sólo con la piedra, para darle vueltas y vueltas entre los dedos.
Mientras lo mira, percibe un movimiento reflejado en el cristal del escaparate de la joyería: algo que se acerca a ella por detrás.
Sin pensarlo, saca de la funda la daga de los gurkhas y se da la vuelta. Levanta la daga por encima de la cabeza, dispuesta a hundirla de arriba abajo.
Pero entonces ve el cañón del rifle, que le apunta directamente a la cara.
-Alto ahí, señor mío -dice ella bajando la daga-. Estaba a punto de cortarlo en trozos pensando que era una babosa. ¿Por qué se acerca a la gente a hurtadillas?
En cuanto la oye hablar, el hombre baja el rifle.
-Creí que eras uno de ellos -dice-. Llevabas ahí demasiado tiempo sin hacer nada.
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La ira de los angeles
Bilim KurguNacida una década después de la aparición de los primeros zombis, en un mundo donde la civilización apenas sobrevive en enclaves dispersos, Temple ha pasado sus escasos quince años de vida entre esas criaturas; sabe cómo evitarlas y, en caso de que...