Llegan a Longview, en Texas, cuando el sol está en el punto más alto del cielo. Su ardor resulta seco y laxante, y da la impresión de que el clima está puliendo la piel.
El centro del pueblo está fortificado, y hay hombres emplazados allí con armas de fuego, pero cuando ven el tren saludan, y alguien retira el autobús que utilizan para bloquear la vía. Cuando el tren ha penetrado en la fortificación, el autobús vuelve a cerrar las vías.
-Tres por tres -dice Wilson-: nueve manzanas de casas han protegido aquí. Éste es el bastión más grande al este de Dallas. Y es vuestra parada, si seguís pensando en dirigiros al sur.
Hay niños jugando en la calle, y cuando ven el tren dejan caer las bicis al suelo y corren hacia él. Las madres les advierten que no se acerquen demasiado. Pero no son sólo niños: gente de todas las clases y edades sale de las puertas de las casas y las tiendas para rodearlo cuando chirría para detenerse lentamente.
Los hombres de Wilson conocen a las mujeres. Se encuentran los unos con los otros en medio de la multitud y se alejan emparejados. Algunas mujeres se cuelgan del hombro de los recién llegados riéndose, levantan el trasero y se propinan en él una palmada digna de un saco de grano.
Otras personas del pueblo ayudan a los refugiados a bajar de los furgones, y el propio Wilson consulta con un hombre y una mujer, los mayores del pueblo, para decidir cuáles de los refugiados deberían quedarse y cuáles seguir hasta Dallas.
En cuanto el tren se ha vaciado de pasajeros, los niños empiezan a jugar a indios y vaqueros, utilizándolo como enorme escenario.
-Me voy a buscar alguna buena bebida fría -le dice Lee a Temple-. ¿Te apetece?
-Creo que M aury y yo simplemente echaremos un vistazo.
-Como quieras. Pero intenta no darle una paliza a nadie mientras estamos aquí, ¿te parece?
Temple se queda un rato en pie, en medio de la calle, sin saber qué hacer. Su lugar, como ha comprobado muchas veces, está fuera, con los pellejos y la brutalidad, no allí, dentro de los confines de un precioso pueblecito. Ya lo ha intentado antes, y no ha funcionado. Lo que de verdad quiere ella es sentir en la mano la daga de los gurkhas, esa mano que está sudorosa de anhelo, pero la mantiene enfundada para no asustar a los niños.
Intenta doblar las manos sobre el pecho y después agarrarse las muñecas a la espalda, y luego metérselas en los bolsillos, pero nada de eso parece correcto, y quisiera estar ahí fuera con Maury nada más, donde supiera qué era lo que tenía que hacer, tal vez preparar una hoguera o esconderse de los perseguidores, o matar a un pellejo.
Al cabo de un rato, se le acerca un chico. Es un poco más alto que ella, y lleva la camisa metida por dentro de unos vaqueros y un cinturón de tiras de cuero entrelazadas, con una enorme hebilla de plata en la que aparece la imagen de un caballo.
-M e llamo Dirk.
-Hola, Dirk.
-¿No me vas a decir cómo te llamas tú?
-Sarah M ... Temple, me parece.
-¿Te parece? ¿No lo sabes seguro?
-No le sale natural, pero intenta decir la verdad, dado que aquel lugar parece digno de confianza.
Temple, responde.
-¿De dónde eres? -le pregunta.
-De muchos sitios.
-Vale, pero ¿dónde te has criado?
-En Tennessee principalmente.
-Ya sé dónde está eso. Lo he visto en un mapa de la escuela, quiero decir. Yo nací aquí, y no he estado en ningún otro lugar salvo en Dallas, porque fui una vez en el tren. Los demás sitios no son seguros.
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La ira de los angeles
Ciencia FicciónNacida una década después de la aparición de los primeros zombis, en un mundo donde la civilización apenas sobrevive en enclaves dispersos, Temple ha pasado sus escasos quince años de vida entre esas criaturas; sabe cómo evitarlas y, en caso de que...