Capitulo 11

61 3 0
                                    


Días de vagar y vagar. Siguen los caminos manteniendo siempre a su espalda el sol de la mañana. Maury camina a su lado, con los pies invariablemente atrapados en un movimiento gravitatorio que sólo responde a la dirección marcada por ella. Cada vez que ella entra en el bosque porque piensa que oye que se acerca algo, él la sigue sin preguntar nada y sin ningún tipo de perplejidad; cada vez que ella se detiene a mirar el sol o a mojar los pies en el río que sigue corriendo paralelo a ellos dos, él también se detiene.

Cuando se acaban las galletas saladas, comen bayas y pescado cogido en el río con un saco de arpillera que encuentra Temple entre los escombros de la vía férrea. Allí donde las vías cruzan alguna carretera, Temple busca coches que estén en condiciones de ser conducidos, pero las vías los han alejado de las zonas urbanas, y piensa en la posibilidad de regresar a las carreteras principales, aunque llega a la conclusión de que es mejor quedarse por donde es más improbable que los puedan seguir. Además, se está tranquilo allí, con las vías y el río que fluye recto y paralelo a ellas. Caminan de una sentada durante horas sin ver un solo pellejo, y los pocos que encuentran se mueven con enorme lentitud a causa de que hace mucho que no han comido. Algunos ni siquiera se tienen en pie.
En una ocasión, por la mañana, mientras Temple se echa agua en la cara, ve una figura que flota a la deriva, río abajo. Se trata de un pellejo que se debate con lentos movimientos, incapaz de enderezarse ni de mantener la cabeza fuera del agua, impulsado por la suave corriente… Tal vez, se imagina ella, seguirá así hasta llegar al mar.

En otra ocasión, en un claro que hay cerca de las vías, encuentran un montón de cadáveres quemados. Aquella masa quebradiza es más alta que ella, y todos esos miembros enmarañados se han fundido unos con otros y petrificado para convertirse en algo que parece un iglú negro. Cuando el viento sopla, escamas chamuscadas de piel que parecen papelitos vuelan de un lado para otro como espumillón. No hay señal de vida por ningún lado, y Temple se pregunta qué significa la presencia de semejante construcción aquí, lejos del común flujo del discurrir humano.

La tercera tarde los pasa de largo una lancha motora que va río arriba transportando a diez o quince personas, entre las que se encuentran dos niños que la miran a través de sus gafas de sol de tamaño descomunal. El conductor hace girar la lancha, pero no detiene el estrepitoso motor. Saluda a Temple con la mano, y ella responde del mismo modo. Entonces él levanta y baja el pulgar, preguntando de este modo si están bien o no. Ella le responde señalando con el pulgar hacia arriba, y él contesta a su vez haciendo un círculo con el pulgar y el índice para indicar okey. Entonces vuelve a girar la lancha y continúan río arriba.

Durante el día, los pies levantan polvo seco al caminar, y tienen que seguir moviéndose para que quede detrás de ellos. Si se detienen, la nube que levanta su propio paso los alcanza, y se ahogan, tosen y escupen sin echar saliva.

A veces se encuentran cabañas hundidas en medio de un claro del que se ha apoderado la maleza, y buscan dentro de ellas por si encuentran algo curioso o útil.

Por la noche hierve agua en viejas latas que encuentra junto a la vía. Añade bayas y hojas aromáticas que sabe que no son venenosas.

—Agua de río —dice ella—. No es el elixir de los dioses, pero se deja beber cuando uno tiene sed.

A veces canta para hacerse compañía:

Era leve como un hada, pie pequeño, nariz fina. Unas latas de sandalias le valían a Clementina.

A los patos hasta el agua llevaba desde la mina. Se cayó un día en ella mi querida Clementina.

Las burbujas salen fuera de su boca roja y fina. Pero yo no sé nadar ni sabe mi Clementina.

Arriba en el camposanto crecía la santolina. Ahora está lleno de rosas cuidadas por Clementina.

En mis sueños aún me ronda empapada en sal marina.

La ira de los angelesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora