Capítulo 1

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Ocho años después...

Atlanta, Georgia

El traje negro de Hugo Boss lucía impecable vistiendo a semejante hombre de estatura alta, cuerpo atlético y rasgos duros. Diez pares de ojos femeninos se clavaron en él y lo contemplaron, embebiéndose de su belleza masculina, que despampanaba junto a su soberbia y elegancia.

Era imposible mirarlo y no empezar a bisbisear sobre él, pues su presencia en la empresa sólo significaba problemas con el jefe. Tenía fama de provocarle innumerables jaquecas y ser la razón por la cual sus canas y líneas de expresión eran más visibles cada día, acompañado con un mal humor que solía descargar contra sus empleados. Pero las últimas semanas se había mostrado extrañamente tranquilo, casi feliz. Toda la gente dentro de la empresa había estado trabajando fuera de estrés y en un ambiente de serenidad absoluta... hasta que lo vieron entrar a él.

Se dirigía hacia recepción con paso firme, su expresión impasible detrás de las gafas de aviador. Pasó directamente al lado del gran mostrador de piedra en donde se ubicaban tres recepcionistas impolutamente vestidas, con la intención de tomar el ascensor, cuando una de ellas se levantó y lo llamó en tono increpado.

—Disculpe... joven, no puede pasar sin autorización.

De espaldas a ella, respiró hondo y giró para quedar de pie frente a la mujer de mediana edad, que lo miraba ceñuda y con las manos en las caderas a modo de defensa. Tenía el pelo negro azabache recogido en una coleta alta, sin ningún mechón suelto que le cayera a los costados del rostro. Vestía unos pantalones rectos negros y un blazer que le hacía juego junto con los tacones de aguja; las otras dos recepcionistas se uniformaban igual.

—¿Tiene una cita con alguien en particular o está de visitante? —preguntó la mujer corrosivamente.

—Busco al señor McCall.

Ella negó con la cabeza, exasperada, y se volvió hacia el mostrador.

—Llamaré a su secretaria para confirmar su visita.

—Por supuesto. Dígale que vino el hijastro de su jefe, Max Tucker.

El teléfono casi se le resbaló de las manos al mismo tiempo que jadeaba, sobresaltada, mientras las otras dos recepcionistas se encogían en sus asientos, agachando las cabezas y tecleando rápida pero silenciosamente en las computadoras, aunque de soslayo seguían observando curiosas la escena.

—Uhmm... p-perdone señor Tucker, con las gafas no lo reconocí. —La mujer ahora tartamudeaba, de repente pálida, con los ojos castaños muy abiertos hacia él. Max no dijo nada, y ante su reacción impertérrita, carraspeó y añadió:— le avisaré a su padrastro que está aquí.

Apretó un botón y sostuvo el teléfono con mano temblorosa contra la oreja. Segundos después habló, vacilante, emitiendo pequeños sonidos de afirmación. Colgó y le sonrió, casi sonrojándose.

—El señor McCall lo está esperando. Es el último ascensor de aquí a la derecha, planta veinte.

—Sé cómo llegar, gracias.

Max se encaminó hacia los ascensores, pasando a un lado de dos vigilantes elegantemente vestidos. Cuando entró, los cuatro hombres de traje que habían ingresado antes que él se removieron sobre sus pies, de pronto incómodos, intercambiando miradas de incertidumbre entre ellos y sujetando con fuerza sus maletines.

—¿Podría presionar el número veinte, por favor? —inquirió amablemente hacia una chica alta y delgada, de tez trigueña, que estaba de pie frente al tablero de los botones del ascensor.

Lo Daría TodoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora