Alrededor De La Luna

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Julio Verne


Índice


Introducción


Capítulo I - Tomando posiciones


Capítulo II - La primera media hora


Capítulo III - Instalación


Capítulo IV - Un poco de álgebra


Capítulo V - Los fríos del espacio


Capítulo VI - Preguntas y respuestas


Capítulo VII - Un momento de embriaguez


Capítulo VIII - A setenta y ocho mil ciento catorce leguas


Capítulo IX - Consecuencias de una desviación


Capítulo X - Los observadores de la Luna


Capítulo XI - Fantasía y realidad


Capítulo XII - Detalles orográficos


Capítulo XIII - Paisajes lunares


Capítulo XIV - La noche de 354 horas


Capítulo XV - Hipérbola y parábola


Capítulo XVI - El hemisferio meridional


Capítulo XVII - Tycho


Capítulo XVIII - Cuestiones graves


Capítulo XIX - Lucha contra lo imposible


Capítulo XX - Los sondeos de la Suskehhana


Capítulo XXI - Llamamiento de J. T. Maston


Capítulo XXII - El salvamento


Capítulo XXIII - Conclusión


Alrededor de la Luna
Introducción:
Donde se resumen los hechos ocurridos en De la Tierra a la Luna .
Al correr el año 186... sorprendió al mundo entero la noticia de una tentativa científica sin ejemplo en los anales de la ciencia. Los miembros del "Gun-Club", círculo de

artilleros fundado en Baltimore durante la guerra de Secesión, concibieron el propósito de ponerse en comunicación nada menos que con la Luna, enviando hasta dicho satélite una bala de cañón. El presidente Barbicane, promotor del proyecto, después de consultar a los astrónomos del observatorio de Cambridge, tomó las medidas necesarias
p

ara el éxito de aquella empresa extraordinaria, que la mayor parte de las personas
componentes declararon realizable, y después de abrir una suscripción pública que
produjo cerca de treinta millones de francos, dio principio a su tarea gigantesca.
Según la nota redactada por los individuos del observatorio, el cañón destinado a lanzar
el proyectil debía colocarse en un país situado entre los 0° y 28° de latitud Norte o Sur,
con objeto de apuntar a la Luna en el cenit. La bala debía recibir el impulso capaz de
comunicarle una velocidad de doce mil yardas por segundo; de manera que, lanzada por
ejemplo, el 1 de diciembre, a las once menos trece minutos y veinte segundos de la
noche, llegase a la Luna a los cuatro días de su salida, o sea el 5 de diciembre, a las once
en punto de la noche, en el momento en que el satélite se hallara en su perigeo, es decir,
a su menor distancia de la Tierra, o sean ochenta y seis mil cuatrocientas diez leguas
justas.
Los principales individuos del "Gun-Club", el presidente Barbicane, el comandante
Elphiston, el secretario J. T. Maston y otros hombres de ciencia celebraron repetidas
sesiones en que se discutió la forma y composición de la bala, la disposición y
naturaleza del cañón, y por último, la calidad y cantidad de la pólvora que había de
emplearse. De estas discusiones salieron los siguientes acuerdos:
1. Que el proyectil fuese una bala de aluminio de ciento ocho pulgadas de diámetro y
sus paredes de doce pulgadas de espesor, con un peso de diecinueve mil doscientas
cincuenta libras.
2. Que el cañón tenía que ser un columbia de hierro fundido, de novecientos pies de
largo y vaciado directamente en el suelo.
3. Que la carga se haría con cuatrocientas mil libras de algodón pólvora, las cuales,
produciendo seis millones de litros de gas bajo el proyectil, podrían lanzarlo fácilmente
hasta el astro de la noche.
Una vez resueltas estas cuestiones, el presidente Barbicane, auxiliado por el ingeniero
Murchison, eligió un punto situado en la Florida a los 27° 7' de latitud Norte y 5° 7' de
longitud Este, en donde después de maravillosos trabajos, quedó fundido el cañón con
toda felicidad.
Así se hallaban las cosas, cuando ocurrió un incidente que vino a aumentar de un modo
extraordinario el interés de aquella gigantesca empresa
Un francés, un parisiense caprichoso, artista de talento y audacia, manifestó el deseo
resuelto de encerrarse en el proyectil a fin de llegar a la Luna y practicar un
reconocimiento del satélite de la Tierra. Ese intrépido aventurero se llamaba Miguel
Ardán; llegó a América, fue recibido con entusiasmo, celebró reuniones públicas, se vio
aclamado triunfalmente, consiguió reconciliar al presidente Barbicane y al capitán
Nicholl, que eran enemigos mortales y, en prueba de reconciliación, los decidió a
embarcarse juntos en el proyectil.
Entonces se modificó la forma del proyectil, que en vez de ser esférico, fue
cilindricocónico. Se colocaron en aquella especie de vagón aéreo muelles de gran resistencia y tabiques móviles que amortiguasen el golpe de la salida. Sé les proveyó de
víveres para un año, de agua para unos cuantos meses y de gas para algunos días. Un
aparato automático elaboraba y producía el aire necesario para la respiración de los tres
viajeros. Al mismo tiempo, el "Gun-Club" mandaba construir por su cuenta, en una de
las más altas cumbres de las Montañas Rocosas, un telescopio gigantesco, por medio del
cual se podría observar la marcha del proyectil a través del espacio.
El día 30 de noviembre, a la hora anunciada, y en medio de extraordinaria concurrencia
de espectadores, se efectuó la salida, y por primera vez tres seres humanos abandonaron
el globo terrestre, lanzándose a los espacios interplanetarios, casi con la seguridad de
llegar a su destino.
Los audaces viajeros, Miguel Ardán, el presidente Barbicane y el capitán Nicholl
debían recorrer su camino en noventa y siete horas, trece minutos y veinte segundos.
Por consiguiente su llegada a la superficie del disco lunar no podía efectuarse hasta el 5
de diciembre, a medianoche, en el momento mismo de ocurrir el plenilunio, y no el 4,
como lo habían anunciado algunos periódicos mal informados.
Pero ocurrió algo inesperado: la detonación del columbia produjo una alteración en la
atmósfera terrestre acumulando en ella gran cantidad de vapores. Este fenómeno llenó
de despecho a todo el mundo, porque la Luna estuvo cubierta unas cuantas noches a los
ojos de los que la examinaban.
El digno J. T. Maston, el más valiente amigo de los viajeros, se encaminó a las
Montañas Rocosas, acompañado del respetable Belfast, director del observatorio de
Cambridge, y llegó a la estación de Long's Peak, donde se alzaba el telescopio que
acercaba la Luna hasta la distancia de dos leguas. El secretario del "Gun-Club" quería
observar por sí mismo la marcha del vehículo que conducía a sus amigos.
La acumulación de nubes en la atmósfera impidió toda observación durante los días 5,
6, 7, 8, 9 y 10 de diciembre. Hasta se creyó que se habían de aplazar las observaciones
hasta el 3 de enero siguiente; porque como el 11 de diciembre entraba la Luna en cuarto
menguante, lo presentaría ya más que una porción cada día menor de su disco,
insuficiente para poder examinar la marcha del proyectil.
Mas al fin, con gran alegría de todos, una fuerte tempestad despejó la atmósfera en la
noche del 11 al 12 de diciembre, y la Luna, iluminada en su mitad, se dejó ver
perfectamente sobre el fondo negro del cielo. Aquella misma noche, los señores Maston
y Belfast enviaron un cablegrama desde la estación de Long's Peak a los individuos del
observatorio de Cambridge en el que comunicaban que el día 11 de diciembre, a las
ocho y cuarenta y siete minutos de la noche, habían distinguido el proyectil lanzado por
el columbia de Stone's Hill; que la bala, desviada de la dirección por una causa
desconocida, no había llegado a su término, si bien había pasado bastante cerca para ser
detenida por la atracción lunar y en su movimiento circular, empezando a recorrer una
órbita elíptica alrededor del astro de la noche, convirtiéndose en satélite suyo. Añadía el
mensaje que los elementos de este nuevo astro no habían podido calcularse todavía; y,
en efecto, para determinarlos se necesitaban tres observaciones hechas hallándose el
astro en tres posiciones diferentes. Después indicaban que la distancia entre el proyectil
y la superficie lunar "podía" evaluarse en unas dos mil ochocientas treinta y tres millas,
o sea unas mil cien leguas.
Finalmente, terminaba emitiendo estas dos hipótesis: o la atracción lunar vencería y los
viajeros llegarían a su destino, o el proyectil, detenido en una órbita inmutable,
gravitaría en torno del disco lunar hasta la consumación de los siglos.
¿Cuál podría ser la suerte de los viajeros en este último caso? Verdad es que tenían
víveres para cierto tiempo. Pero aun en el caso de que su empresa tuviera el mejor éxito,
¿cómo volverían? ¿Podrían acaso volver? ¿Habría noticias suyas? Todas estas cuestiones, debatidas por plumas competentes, interesaban en alto grado a la opinión
pública.
No estaría de más hacer aquí una observación que deben de tener en cuenta los
impacientes. Cuando un sabio anuncia al público un descubrimiento puramente
especulativo ha de proceder con mucha prudencia. Nadie está obligado a destruir un
planeta, ni un cometa, ni un satélite, y el que se equivoca en casos semejantes se expone
a las burlas de la multitud. Por lo tanto, es preferible esperar y esto es lo que hubiera
debido hacer el impaciente J. T. Maston, antes de enviar aquel cablegrama que, según
él, decidía ya el resultado definitivo de aquella empresa.
En efecto, había en él errores de dos clases, como se demostró después en primer lugar,
errores de observaciones respecto a la distancia entre el proyectil y la superficie lunar;
porque en la fecha del 11 de diciembre, era imposible verlo; y lo que J. T. Maston había
creído ver no podía en manera alguna ser la bala del columbia. En segundo lugar, erró la
teoría acerca de la suerte que podría correr el citado proyectil; porque al suponerlo
convertido en satélite de la Luna era ponerse en contradicción con las leyes de la
mecánica racional.
No podía realizarse más que una sola hipótesis de los observadores del Long's Peak: la
que preveía el caso en que los viajeros, si vivían, combinaran sus esfuerzos con la
atracción lunar a fin de llegar a la superficie del astro.
Pues bien, aquellos hombres tan inteligentes como atrevidos habían sobrevivido al
terrible golpe que determinó la salida, y vamos a referir su viaje dentro del proyectil
vagón, con todos sus dramáticos y singulares pormenores. Esté relato destruirá muchas
ilusiones y muchas previsiones; pero dará una idea exacta de las peripecias reservadas a
semejante empresa y pondrá en evidencia los instintos científicos de Barbicane, los
recursos del ingenioso Nicholl y la audacia humorística de Miguel Ardán.
Demostrará también que su digno amigo J. T. Maston perdía lastimosamente el tiempo
cuando, inclinado sobre su gigantesco telescopio, observaba la marcha de la Luna por
los espacios estelares a la busca del famoso proyectil.
Capítulo I: Tomando posiciones
Al oír que daban las diez, Miguel Ardán, Barbicane y Nicholl se despidieron de la
multitud de amigos que habían ido a despedirles. Los dos perros destinados a aclimatar
la raza canina en los continentes lunares estaban ya encerrados en el proyectil. Los tres
viajeros se acercaron a la boca del enorme tubo de hierro fundido y una grúa volante los
descolgó hasta el vértice del proyectil. Una abertura practicada en este punto les
permitió entrar en el vagón de aluminio. No bien estuvieron fuera los aparejos de la
grúa, se desmontaron apresuradamente los andamios que rodeaban la boca del
columbia.
En cuanto Nicholl se vio con sus compañeros en el proyectil, se apresuró a cerrar la
abertura por medio de una gran placa sujeta interiormente con fuertes tornillos a
presión. Otras placas, sólidamente adaptadas, cubrían los cristales lenticulares de los
tragaluces. Los viajeros, encerrados herméticamente en su prisión metálica, se hallaban
sumidos en la más profunda oscuridad.
-Y ahora, queridos compañeros -dijo Miguel Ardán-, procedamos como si
estuviéramos en nuestra casa; yo soy un hombre muy casero, y mi fuerte es el arreglo de
las habitaciones. Hay que sacar el mejor partido de nuestra vivencia y encontrar
comodidades en ella. ¡Ante todo, tengamos luz! ¡Qué diablo! El gas no se ha hecho para
los topos. Y, al pronunciar estas palabras, el alegre mozo encendió un fósforo y lo acercó a la
llave de un recipiente lleno de hidrógeno carbonado a elevada presión y en cantidad
suficiente para suministrar luz y calor por espacio de ciento cuarenta y ocho horas, o
sean seis días con seis noches.
Se encendió el gas; y el proyectil, así iluminado, presentaba el aspecto de una
habitación bastante decente, con las paredes cubiertas de un tapiz acolchado, divanes
circulares alrededor y techo abovedado. Las armas, las herramientas, los instrumentos y
demás objetos que contenía, iban sujetos al tapiz acolchado y podían sufrir sin riesgo el
choque de la salida. Se habían tomado, en fin, todas las precauciones humanamente
posibles para llevar a feliz término tan temeraria tentativa. Miguel Ardán lo examinó y
pareció muy satisfecho de su posición.
-Es una cárcel -dijo-, pero una cárcel que viaja, y, con tal de poder asomar la nariz
a la ventana, no tendré inconveniente en hacer el contrato de arrendamiento por cien
años. ¿Por qué te ríes, Barbicane? ¿Qué piensas? ¿Que esta prisión puede ser nuestro
sepulcro? Enhorabuena, pero yo no la cambiaría por el de Mahoma, que flota en el aire
y no se mueve.
En tanto hablaba en estos términos, Miguel Ardán, Barbicane y Nicholl hacían los
últimos preparativos. Eran, en el cronómetro de Nicholl, las diez y veinte minutos de la
noche cuando los tres viajeros se encerraron definitivamente en el proyectil. Aquel
cronómetro estaba puesto a la décima de segundo con el del ingeniero Murchison.
Barbicane le consultó.
-Amigo -dijo-, son las diez y veinte. A las diez y cuarenta y siete Murchison
lanzará la chispa eléctrica por el alambre que comunica con la carga del columbia, y en
ese momento abandonaremos nuestro planeta; nos quedan veintisiete minutos de
permanencia en la Tierra.
-Veintiséis minutos y trece segundos -respondió metódico Nicholl.
-¡Pues bien! -exclamó Miguel Ardán, en un tono alegre-, en veintiséis minutos se
pueden hacer muchas cosas. Se pueden discutir las más graves cuestiones de moral y de
política y hasta resolverlas. Veintiséis minutos bien empleados, valen mucho más que
veintiséis años sin hacer nada. Unos cuantos segundos de Pascal o Newton son más
preciosos que toda la existencia de esa multitud de imbéciles...
-¿Y qué deduces de eso, charlatán sempiterno? -preguntó el prudente Barbicane.
-Deduzco que tenemos veintiséis minutos -respondió Ardán.
-Veinticuatro solamente -rectificó Nicholl.
-Veinticuatro si te empeñas, querido capitán -dijo Ardán-; veinticuatro minutos,
durante los cuales se podría profundizar...
-Miguel -replicó Barbicane-, durante la travesía que hemos de hacer tendremos
tiempo de sobra para profundizar las cuestiones más arduas. Ahora ocupémonos en lo
relativo a nuestra partida.
-¿No estamos ya listos?
-Sin duda; pero hay que tomar todavía algunas precauciones, a fin de atenuar en lo
posible el efecto del primer choque.
-¿No tenemos esos almohadones de agua dispuestos entre las paredes móviles y cuya
elasticidad nos protegerá lo bastantes?
-Así, lo espero, Miguel -respondió Barbicane-; pero no estoy del todo, seguro.
-¡Ah, farsante! -exclamó Miguel Ardán-. Aguardar el momento en que estamos
encerrados para hacer esta lastimosa confesión. Yo quiero marcharme.
-¿Y cómo? -preguntó Barbicane.
En efecto -dijo Miguel Ardán-, es difícil. Estamos en el tren y el silbato del
conductor va a sonar -antes de veinticuatro minutos.
-Veinte -dijo Nicholl.
Los viajeros se miraron unos a otros por algunos instantes. Después se pusieron a
examinar los objetos encerrados con ellos.
-Todo está en su sitio -dijo Barbicane-; ahora hay que pensar cómo nos
colocaremos para sufrir mejor el primer choque. La posición que adoptemos es cosa de
gran importancia, pues es necesario evitar en lo posible el que nos afluya la sangre a la
cabeza.
-Es verdad -confirmó Nicholl.
-Entonces -dijo. Miguel Ardán, disponiéndose a hacer lo que decía pongámonos
cabeza abajo, como los payasos.
-No -repuso Barbicane-, vale más que nos tendamos de lado, así es como mejor
resistiremos el choque; debéis tener presente que en el momento de partir el proyectil, el
hallarnos dentro de él viene a ser poco más o menos lo mismo que si estuviéramos
situados delante.
-El "poco más o menos" es lo que me tranquiliza.
-¿Aprobáis mi idea, Nicholl? -preguntó Barbicane.
-Enteramente -respondió el capitán-, todavía faltan trece minutos y medio.
-Nicholl no es hombre -dijo Miguel-, es un cronómetro de segundos, con escape y
ocho centros sobre...
Pero sus compañeros no le escuchaban, y tomaban sus últimas disposiciones con
admirable sangre fría. Parecían dos viajeros metódicos, que se encuentran en un coche
ordinario y procuran acomodarse lo mejor posible. No se comprende, en efecto, de qué
materia están hechos esos corazones americanos, que no dan una pulsación más de lo
corriente ante un peligro espantoso.
Dentro del proyectil se habían instalado tres camas blandas y sólidamente aseguradas,
como todo lo que iba allí. Nicholl y Barbicane se colocaron en el centro del disco que
formaba el piso móvil; en ellas debían acostarse los viajeros pocos momentos antes de
partir.
Entretanto, Ardán, que no podía estarse quieto, daba vueltas a su estrecha prisión, como
una fiera enjaulada, hablando con sus amigos o con los perros, Diana y Satélite, a los
cuales, como se ve, había dado nombres significativos y en armonía con la expedición
de que formaban parte.
-¡Hola Diana! ¡Hola, Satélite! Vamos a ver si enseñáis a los perros selenitas los
buenos modales de los perros terrestres! Esto hará honor a la raza canina. ¡Por Dios! Si
alguna vez volvemos a la Tierra quiero traer un tipo cruzado de moon-dogs y estoy
seguro de que causará sensación.
-Si es que hay perros en la Luna -dijo Barbicane.
-Los hay, sin duda -aseguró Miguel Ardán-, como hay caballos, vacas, asnos y
gallinas. Apuesto a que encontramos gallinas.
-Cien dólares a que no las encontramos -dijo Nicholl.
-Apostados, capitán -respondió Ardán, apretando las manos de Nicholl-. Y, a
propósito, tú has perdido ya tres apuestas con nuestro presidente; ya que se han reunido
los fondos necesarios para la empresa que se ha hecho bien la fundición y, en fin, que el
columbia ha sido cargado sin accidente; total, seis mil dólares.
-Sí -respondió Nicholl-; las diez y treinta y siete minutos y seis segundos.
-Corriente, capitán; pues antes de un cuarto de hora tendrás que dar nueve mil dólares
más al presidente, cuatro más porque el columbia no reventará, y cinco mil porque el
proyectil se elevará a más de seis millas. -Tengo el dinero -respondió Nicholl, golpeándose con la mano el bolsillo de su
levita-, y no deseo sino pagar.
-Vamos, Nicholl, ya veo que eres un hombre ordenado, cosa que yo nunca he podido
ser. Pero en resumidas cuentas, me permitirás decirte que has hecho una serie de
apuestas poco ventajosas para ti.
-¿Y por qué? -preguntó Nicholl.
-Porque si ganas la primera es señal de que habrá reventado el columbia y con él la
bala y Barbicane no estará en condición de pagarte.
-Mi apuesta se halla depositada en el Banco de Baltimore -respondió simplemente
Barbicane-; y a falta de Nicholl serán sus herederos los que la perciban.
-¡Ah, hombres prácticos! -exclamó Miguel Ardán; ¡espíritus positivos! Os admiro,
aunque no os comprenda.
-¡Las diez y cuarenta y dos! -exclamó Nicholl.
-¡Sólo faltan cinco minutos! -respondió Barbicane.
-¡Sí, cinco pequeños minutos! -replicó Miguel Ardán-. ¡Y estamos encerrados en
una bala, y en el fondo de un cañón de 900 pies! ¡Y debajo de esa bala hay cuatrocientas
mil libras de pólvora común! Y el amigo Murchison, con el cronómetro en la mano, la
vista fija en la aguja y el dedo en el aparato eléctrico, cuenta los segundos y va a
lanzarnos a los espacios interplanetarios.
-¡Basta, Miguel, basta! -dijo gravemente Barbicane-. Preparémonos; sólo nos
faltan unos cuantos instantes para el momento supremo; vengan esas manos, amigos
míos.
-¡Sí! -exclamó Ardán, más conmovido de lo que aparentaba.
Y los tres animosos compañeros se abrazaron estrechamente.
-¡Dios nos asista! -dijo el religioso Barbicane.
Miguel Ardán y Nicholl se tendieron en las camas dispuestas en el centro del disco.
-¡Las diez y cuarenta y siete! -murmuró él capitán.
¡Veinte segundos todavía! Barbicane apagó rápidamente el gas y se, tendió junto a sus
compañeros.
Al momento reinó un silencio profundo, interrumpido únicamente por las pulsaciones
del cronómetro que marcaba los segundos.
De repente hubo un choque espantoso, y el proyectil, impulsado por seis mil millones
de litros de gas, producidos por la deflagración de la piroxilina, se elevó en el espacio.
Capítulo II: La primera media hora
¿Qué había sucedido? ¿Cuál fue el efecto de la terrible sacudida? ¿Había tenido feliz
resultado el ingenio de los constructores del proyectil? ¿Se había logrado amortiguar el
choque por medio de muelles, de los obturadores, de las almohadillas de agua y los
tabiques elásticos? ¿Se había conseguido dominar el terrible impulso de aquella
velocidad inicial de 11.000 metros, suficiente para llegar a París o Nueva York en un
segundo? Esto era, indudablemente, lo que se preguntaban los testigos de la asombrosa
escena, olvidando por un momento el objetivo del viaje, para no pensar más que en los
viajeros. Y si alguno de ellos, por ejemplo J. T. Maston hubiera podido mirar al interior
del proyectil, ¿qué habría visto?
Por el pronto, nada. La oscuridad era completa dentro del proyectil, cuyas paredes
habían resistido perfectamente, sin producirse en ellas la más simple abertura, flexión o
deformación. El magnífico proyectil no se había alterado en nada, a pesar de la intensa deflagración de la pólvora, ni fundido, como algunos temían, produciendo una lluvia de
aluminio líquido.
Respecto a los objetos que encerraba, alguno que otro había sido aplastado contra el
suelo; pero la mayoría había resistido perfectamente el choque; sus asideros se hallaban
intactos.
En el disco movible, que había descendido hasta el fondo, por haber cedido los tabiques
elásticos y salida del agua, yacían tres cuerpos sin movimiento. ¿Respiraban todavía
Barbicane, Nicholl y Miguel Ardán, o aquel proyectil no era ya más que un sepulcro de
metal que llevaba tres cadáveres a través del espacio? Pocos minutos después de la
salida, uno de los tres cuerpos se movió, agitó los brazos, levantó la cabeza y, por fin, se
puso de rodillas. Era Miguel Ardán, el Cual, después de palparse y lanzar un suspiro
estrepitoso, dijo:
-Miguel Ardán está completo; vamos a ver los demás.
Y el decidido francés quiso levantarse, pero no pudo tenerse en pie; su cabeza vacilaba
y sus ojos, inyectados en sangre, no veían; parecía, un hombre embriagado.
-¡Demonio! -exclamó-. Esto me hace el mismo efecto que dos botellas de
"Cordon"; pero me es menos agradable al paladar.
Pasándose luego la mano por la frente y frotándose las sienes, gritó con fuerza:
-¡Nicholl! ¡Barbicane!
Aguardó un rato con ansiedad y no obtuvo respuesta, ni siquiera un suspiro que
indicara que el corazón de sus amigos seguía latiendo, volvió a llamarlos y continuó el
mismo silencio.
-¡Cáspita! -dijo-. Parece que han caído de cabeza de un quinto piso! ¡Vaya! -
añadió, con su imperturbable confianza-. Si un francés ha podido ponerse de rodillas,
dos americanos bien podrán ponerse en pie. Pero ante todo veamos lo que hacemos.
Notaba Ardán que iba recobrando la vida por momentos, su sangre se calmaba y
recobraba su circulación acostumbrada. Haciendo nuevos esfuerzos consiguió
mantenerse en equilibrio; se levantó, encendió una cerilla y, acercándola al mechero, lo
encendió. Entonces pudo cerciorarse de que el recipiente no había sufrido desperfecto
alguno, ni el gas se había salido; lo cual, además; ya se lo hubiese revelado el olfato, y
tampoco habría podido encender la luz impunemente en semejante caso; porque el gas,
mezclado con el aire hubiera formado una mezcla detonante cuya explosión habría
acabado lo que tal vez había empezado a hacer la sacudida.
Así que tuvo encendida la luz se acercó Ardán a sus compañeros, cuyos cuerpos
estaban uno sobre otro, como masas inertes; Nicholl encima y Barbicane debajo.
Ardán cogió a Nicholl, lo incorporó, le recostó contra un diván y empezó a darle friegas
vigorosamente. Por este medio practicado con inteligencia, consiguió reanimar al
capitán, abrió los ojos, recobró instantáneamente su sangre fría, tomó la mano de Ardán
y, mirando luego en torno suyo preguntó:
-¿Y Barbicane?
-Ya le llegará el turno -respondió tranquilamente Miguel Ardán-; he empezado por
ti, que estabas encima, vamos ahora con él a resucitarle.
Y así diciendo, Ardán y Nicholl levantaron al presidente del "Gun-Club" y le colocaron
en el diván. Barbicane no parecía haber sufrido más que -sus compañeros; se veía que
había vertido sangre, pero pronto Nicholl se convenció de que aquella enorme
hemorragia provenía de una herida en el hombro. Barbicane, sin embargo, tardó algún
tiempo en volver en sí, lo cual no dejó de sobresaltar a sus compañeros, que
continuaban dándole friegas sin cesar.
-Sin embargo, respira -decía Nicholl, acercando el oído al pecho del presidente.
-Sí -respondió Ardán-, respira como quien tiene costumbre de hacerlo todos los
días; frotemos, Nicholl, frotemos, sin parar.
Y los improvisados enfermeros lo hicieron tan bien, que Barbicane recobró el sentido,
abrió lo ojos, tomó la mano a sus amigos, y preguntó ante todo:
-¿Caminamos, Nicholl?
Nicholl y Ardán se miraron, recordando que no habían pensado en el proyectil, porque
su primer cuidado había sido los viajeros y no el vehículo.
-¡Dice bien! ¿Marchamos? -repitió Miguel Ardán.
-¿O reposamos tranquilamente sobre la tierra de la Florida? -le preguntó Nicholl.
-¿O en el fondo del golfo de Méjico? -añadió Miguel Ardán.
-¡Qué ocurrencia! -exclamó el presidente Barbicane.
Y aquella doble opinión de sus compañeros le devolvió inmediatamente el sentido.
Como quiera que sea, no podían afirmar nada acerca de la situación del proyectil; su
aparente inmovilidad, la falta de comunicación con el exterior, no permitían resolver la
dificultad. Tal vez el proyectil desarrollaba su trayectoria por el espacio; acaso, después
de una corta ascensión, hubiera vuelto a caer en tierra o en el golfo de México, lo cual
no era imposible dada la poca anchura de la península de la Florida. El caso era grave y
el problema interesante; y urgía resolverlo. Barbicane, sobreexcitado y venciendo con la
energía moral la debilidad física, se levantó y escuchó; nada se oía por fuera. Pero el
grueso tapiz que por dentro cubría las paredes bastaba para interceptar todos los ruidos
terrestres. No obstante, una circunstancia sorprendió a Barbicane. La temperatura del
interior del proyectil se había elevado notablemente; el presidente sacó de su estuche un
termómetro y lo consultó; el preciso instrumento marcaba cuarenta y cinco grados
centígrados.
-¡Oh -exclamó-, entonces marchamos! ¡Ya lo creo! Este calor sofocante que
atraviesa las paredes del proyectil es producido por su rozamiento con las capas
atmosféricas. Pero pronto disminuirá, porque ya flotamos en el vacío, y después de
haber estado a punto de ahogarnos vamos a padecer intensos fríos.
-Pues ¿qué? -preguntó Miguel Ardán-. ¿Supones que debemos hallarnos ya fuera
de los límites de la atmósfera terrestre?
-Sin duda alguna, querido Miguel, escucha: son las diez y cincuenta y cinco minutos;
hace aproximadamente ocho minutos que hemos partido. Ahora bien, si nuestra
velocidad inicial no hubiera disminuido por efecto del rozamiento, nos habrían bastado
seis segundos para atravesar las dieciséis leguas de atmósfera que rodean el esferoide.
-Muy bien -respondió Nicholl-, pero ¿en qué proporción calculáis que ha
disminuido esa velocidad por efecto del rozamiento?
-En la proporción de un tercio -respondió Barbicane-, que es una gran
disminución, pero exacta, según mis cálculos. Así, pues, si hemos tenido una velocidad
inicial de once mil metros al salir de la atmósfera, esa velocidad ha de haberse reducido
a siete mil trescientos treinta y dos metros. Pero sea como quiera, hemos atravesado ya
ese espacio...
-Y en ese caso -dijo Miguel Ardán-, el amigo Nicholl ha perdido sus dos apuestas:
cuatro mil dólares por no haberse reventado el columbia; y cinco mil porque el proyectil
se ha elevado a una altura superior a seis millas; conque, paga, Nicholl.
-Demostremos primero -replicó el capitán- y luego pagaremos; es muy posible que
sean exactos los razonamientos de Barbicane y que yo haya perdido mis nueve mil
dólares; pero se me ocurre una nueva hipótesis que anulará la apuesta.
-¿Qué hipótesis? -preguntó vivamente Barbicane.
-La de que, por una causa cualquiera, no haya ardido la pólvora y no hayamos
partido.
-¡Par Dios, amigo mío -exclamó Miguel Ardán-, vaya una hipótesis digna de haber
nacido en tu cerebro! ¡No puedes decir eso formalmente! ¿Pues no hemos sido casi
aplastados por la sacudida? ¿No te he hecho yo recobrar el conocimiento? ¿No está ahí
patente la herida del hombro del presidente por el golpe que ha sufrido?
-Es verdad, Miguel -replicó Nicholl-; pero se me permitirá hacer una pregunta<.
-¡Venga!
-¿Has oído la detonación, que sin duda alguna habrá sido formidable?
-No -respondió Miguel Ardán, sorprendido-; verdad es que no he oído la
detonación.
-¿Y vos, Barbicane?
-Tampoco.
-¿Y entonces? -dijo Nicholl.
-Es verdad -murmuró el presidente-, ¿por qué no hemos oído la detonación?
Los tres amigos se miraron, algo desconcertados, porque se presentaba un fenómeno
inexplicable. El proyectil había partido, luego la detonación debía de haber sonado.
-Sepamos primero dónde estamos -dijo Barbicane- y abramos las escotillas.
Al punto se efectuó esa operación, sumamente sencilla. Las tuercas que sujetaban los
pasadores sobre las planchas externas de la derecha cedieron la presión de una llave
inglesa. Los pasadores fueron empujados hacia fuera y los agujeros que les daban paso
fueron tapados con obturadores forrados de caucho. Inmediatamente la placa exterior
giró sobre su charnela como una ventanilla y apareció el cristal lenticular que cerraba la
lumbrera. En la parte opuesta del proyectil había otra lumbrera idéntica y otras dos más
en el vértice y en el fondo, con lo cual se podía observar en cuatro direcciones distintas
el firmamento por los cristales laterales y más directamente la Tierra y la Luna por las
aberturas superior e inferior. .
Barbicane y sus compañeros corrieron al instante hacia el cristal descubierto, por el
cual no penetraba el más leve rayo luminoso. Una profunda oscuridad reinaba en torno
del proyectil; la cual no impedía que el presidente Barbicane gritara:
-¡No, queridos amigos, no hemos caído a la Tierra; no nos hemos sumergido en el
golfo de México! Continuamos remontándonos en el espacio. Mirad esas estrellas que
brillan en las sombras de la noche y esa impenetrable oscuridad que se extiende entre la
Tierra y nosotros.
-¡Hurra! ¡Hurra! -exclamaron todos.
En efecto, aquellas espesas tinieblas probaban que el proyectil había dejado la tierra
porque de no ser así los viajeros hubieran visto el suelo iluminado por la Luna. Aquella
oscuridad mostraba igualmente que el proyectil había pasado de la última capa
atmosférica; de lo contrario la luz difusa esparcida en el aire se habría reflejado en las
paredes metálicas de aquél y sería visible por el cristal de la lumbrera. No había dudas,
pues; los viajeros habían dejado la Tierra.
-He perdido -dijo Nicholl.
-Y te doy por ello la enhorabuena -respondió Ardán.
-Ahí están los nueve mil dólares -añadió el capitán, sacando un fajo de gruesos
billetes.
-¿Queréis recibo? -preguntó Barbicane, tomando el dinero.
-Si no os causa molestia -respondió Nicholl-, siempre es una formalidad.
Y con el ademán más serio y flemático, ni más ni menos que si se encontrara ante su
caja, el presidente Barbicane sacó la cartera, arrancó una hoja, extendió con el lápiz un
recibo en toda regla, lo fechó y firmó y se lo entregó al capitán, quien, a su vez, se lo
guardó cuidadosamente en la cartera.
Miguel Ardán se quitó la gorra y se inclinó, sin decir una palabra, ante sus compañeros.
Tantas formalidades en aquellas circunstancias le dejaban mudo de admiración; jamás
había visto nada tan americano.
Terminada la operación, Barbicane y Nicholl volvieron a colocarse junto al cristal y a
mirar las constelaciones. Las estrellas descollaban como puntos brillantes sobre el fondo
negro del cielo. Pero por aquella parte no se veía el astro de la noche, que se elevaba
hacia el cenit. Así que su ausencia provocó una reflexión de Ardán.
-¿Y la Luna? -dijo-. ¿Se atrevería a faltar a nuestra cita?
-Pierde cuidado -respondió Barbicane- Nuestro futuro esferoide se halla en su
puesto; pero no lo podemos ver por este lado; vamos a abrir la lumbrera opuesta.
Al ir Barbicane a separarse del cristal para abrir la lumbrera del otro lado, le llamó la
atención un objeto brillante. Era un disco enorme cuyas colosales dimensiones no
podían apreciarse bien. La parte que miraba a la Tierra se hallaba vivamente iluminada;
una Luna pequeña que reflejaba la de la Luna grande. Se adelantaba con prodigiosa
velocidad y parecía describir alrededor de la Tierra una órbita que cortaba la trayectoria
del proyectil. A su movimiento de traslación se agregaba otro de rotación sobre sí
mismo, pareciéndose en esto a todos los cuerpos celestes abandonados en el espacio.
-¡Oh! -exclamó Miguel Ardán-, ¿qué es eso? ¿Otro proyectil?
No respondió Barbicane; pero le inquietaba la aparición de aquel enorme cuerpo;
porque era posible un encuentro con él y los resultados serían funestos, ya porque el
proyectil sufriera una desviación, ya porque un choque, rompiendo su impulso, le
precipitase de nuevo hacia la Tierra; ya, en fin, porque se viera arrastrado
irresistiblemente por la potencia atractiva de aquel esferoide.
El presidente Barbicane había calculado rápidamente las consecuencias de las tres
hipótesis, que de una o de otra manera harían fracasar su tentativa. Sus compañeros, sin
decir palabra, contemplaban el espacio. El objeto aumentaba prodigiosamente de
volumen, a medida que se acercaba, y, por efecto de una ilusión de óptica, parecía que
el proyectil iba a su encuentro.
Se echaron instintivamente atrás los viajeros, y su espanto fue grande, pero duró sólo
unos segundos. El esferoide pasó a unos centenares de metros del proyectil y
desapareció, no tanto por la rapidez de su carrera como porque la cara opuesta de la
Luna, y que, por consiguiente, estaba en la sombra, se confundió con la oscuridad del
espacio.
-¡Buen viaje! -exclamó Miguel Ardán, exhalando un suspiro de satisfacción-.
¡Vaya por Dios! ¿Conque es decir que el infinito no es bastante grande para que una
miserable bala de cañón pueda pasearse por él a sus anchas? ¿Y quién es ese globo
presuntuoso que ha estado a punto de darnos un empujón?
-Yo lo sé -respondió Barbicane.
-¡Naturalmente! Tú lo sabes todo.
-Es un simple bólido -dijo Barbicane-; pero un bólido enorme, que la atracción de
la Tierra ha mantenido en estado de satélite.
-¡Es posible! -exclamó Miguel Ardán-. ¿De modo que la Tierra tiene dos Lunas,
como Neptuno?
-Sí, amigo mío, dos Lunas, aun cuando generalmente se cree que no tiene más que
una. Pero esta otra Luna es tan pequeña, y su velocidad tan grande, que los habitantes de
la Tierra no pueden distinguirla. Sólo teniendo en cuenta ciertas perturbaciones ha
podido un astrónomo francés, el señor Petit, determinar la existencia de este segundo
satélite y calcular sus elementos. Según sus observaciones, este bólido hace su
revolución alrededor de la Tierra en tres horas y veinte minutos, lo cual supone una
velocidad extraordinaria.
-¿Admiten todos los astrónomos la existencia de este satélite? -pregunto Nicholl.
-No -respondió Barbicane-; pero si se hubieran encontrado con él, cómo nosotros,
no podrían dudar,
-Después de todo creo que ese bólido, que nos pudiera haber hecho un flaco servicio,
nos permite fijar nuestra situación en el espacio.
-¿Cómo? -preguntó Ardán.
-Porque su distancia es conocida y en el punto en que lo hemos encontrado, nos
hallábamos exactamente a ocho mil ciento cuarenta kilómetros de la superficie del
globo terrestre.
-¡Más de dos mil leguas! -exclamó Miguel Ardán-. ¡Qué atrás deja esto a todos los
trenes especiales de ese pobre globo que se llama Tierra!
-Ya lo creo -respondió Nicholl, consultando su cronómetro-; son las once, y no
hace por lo tanto más que trece minutos que hemos salido del continente americano.
-¿Trece minutos? -preguntó Barbicane.
-Sí -respondió Nicholl-, y si nuestra velocidad inicial de once kilómetros fuera
constante, andaríamos cerca de diez mil leguas por hora.
-Todo esto está muy bien, amigos míos -dijo el presidente-; pero siempre sigue en
pie una cuestión: ¿por qué no hemos oído la detonación del columbia?
No encontrando respuesta que dar, la conversación se detuvo, y mientras reflexionaba,
Barbicane se ocupó en levantar la tapa de la segunda lumbrera lateral. Su operación se
efectuó felizmente, y a través del cristal descubierto penetraron los rayos de la Luna en
el interior del proyectil.
Nicholl, como hombre económico, apagó el gas, que era enteramente inútil y cuyo
resplandor estorbaba para observar los espacios interplanetarios.
A la sazón el disco lunar brillaba en toda su pureza. Sus rayos, no enturbiados por la
vaporosa atmósfera de nuestro Globo, atravesaban el cristal y llenaban el interior del
proyectil con sus plateados reflejos. La negra cortina del firmamento duplicaba el brillo
de la Luna, la cual, en aquel vacío de éter, impropio para la difusión, no eclipsaba a las
estrellas vecinas. El cielo, visto de aquel modo, presentaba un aspecto enteramente
nuevo, que los ojos humanos no podían sospechar.
Inútil es decir el interés con que los audaces viajeros contemplarían el astro de la
noche, término presunto de su viaje. El satélite de la Tierra, en su movimiento de
traslación, se acercaba insensiblemente al cenit, punto matemático a donde debían llegar
unas ochenta y seis horas después. Sus montañas, sus llanuras, toda su superficie se
presentaba lo mismo que si se observase desde un punto cualquiera de la Tierra; pero su
luz se desarrollaba en el vacío con una gran intensidad.
El disco resplandecía como un espejo de platino. Los viajeros se habían olvidado ya de
la Tierra, que tenían a sus pies.
El capitán Nicholl fue el primero que llamó la atención sobre el Globo abandonado.
-¡Es verdad! -respondió Miguel Ardán-, no seamos ingratos con él; puesto que
dejamos nuestro país, que sean para él nuestras postreras miradas. Quiero ver la Tierra
antes que se eclipse enteramente a mi vista.
Barbicane, para satisfacer los deseos de su compañero, se cuidó de descubrir la ventana
del fondo del proyectil por donde se podía observar directamente la Tierra; no sin
trabajo se logró desmontar el disco que la fuerza de proyección había hundido en el
fondo.
Sus fragmentos colocados cuidadosamente junto a las paredes, podían volver a servir
en caso necesario. Entonces apareció una abertura circular de cincuenta centímetros de
ancho, practicada en la parte inferior del proyectil, y cerrada por un cristal de quince
centímetros de espesor reforzado con una armadura de cobre. Por una placa de Aluminio sujeta con pasadores la parte exterior se abría, como en las demás, a tornillo, los cuales
se soltaron y descubrieron el cristal.
Miguel Ardán se arrodilló sobre el cristal, que aparecía oscuro como si fuera opaco.
-¡Hombre! -exclamó-. Pues, ¿y la Tierra?
-¡La Tierra! -dijo Barbicane-. Allí está.
-¡Cómo! -dijo Ardán-. ¿Aquella línea tan delgada en forma de media luna?
-La misma, Miguel. Dentro de cuatro días, cuando la Luna esté llena, que será en el
momento de llegar nosotros, la Tierra estará nueva, o sea, en el primer día del primer
cuarto. Hoy ya no la vemos sino bajo la forma de ese delgado segmento que no tardará
en desaparecer, y entonces quedará en sombra unos cuantos días, ni más ni menos que
la Luna desde la Tierra.
-¡Eso es la Tierra! -repetía Miguel Ardán, mirando ávidamente aquel delgado trozo
de su planeta natal.
La explicación dada por el presidente Barbicane era exacta; la Tierra, con relación al
proyectil, entraba en la última fase. Se hallaba en su octante, y no presentaba más que
una delgada media luna, que sobresalía como un inmenso arco de luz azulada sobre el
fondo negro del firmamento. En él se veían algunos puntos de luz más viva que
indicaban las montañas, así como algunas manchas móviles producidas por los anillos
de nubes que rodeaban el esferoide terrestre, manchas que nunca se ven en el disco
lunar.
Pero por un fenómeno natural idéntico al que se produce en la Luna cuando se halla en
sus octantes, se percibía todo el contorno del globo terrestre. Su disco entero se
distinguía bastante visiblemente por un efecto de luz cenicienta menos perceptible que
la luz cenicienta de la Luna, y la razón de esta menor intensidad es fácil de comprender.
Cuando este reflejo se produce en la Luna es debido a los rayos solares que la Tierra
refleja sobre su satélite; mientras aquí, por un efecto inverso, era debido a los rayos
solares reflejados en la Luna hacia la Tierra. Ahora bien, la luz terrestre es unas trece
veces más intensa que la luz lunar, la cuál depende de la diferencia de volumen de
ambos cuerpos. De aquí la consecuencia de que en el fenómeno de la luz cenicienta, la
parte oscura del disco de la Tierra se dibuje con menos claridad que la del disco de la
Luna, puesto que la intensidad del fenómeno, es proporcional a la potencia luminosa de
los dos astros. Hay que añadir que el astro luminoso terrestre parecía formar una curva
más prolongada que la del disco; puro efecto de la irradiación.
Mientras se esforzaban los viajeros en penetrar las profundas tinieblas del espacio,
apareció a su vista un haz de estrellas fugaces. Centenares de bólidos, inflamados al
contacto de la atmósfera, trazaron líneas luminosas en la sombra, surcando con su luz la
parte cenicienta del disco terrestre. En aquel momento la Tierra estaba en su perihelio, y
el mes de diciembre es tan propicio a la aparición de estrellas fugaces que algunos
astrónomos han contado en él hasta veinticuatro mil por hora. Pero Miguel Ardán,
desdeñando los razonamientos científicos, se empeñó en creer que la Tierra saludaba
con fuegos artificiales la partida de tres de sus hijos.
Esto era en suma cuanto veían de este esferoide perdido en las tinieblas; astro inferior
del mundo solar, que para los demás planetas sale o se pone como una insignificante
estrella matutina o vespertina. Aquel globo en que dejaban todos sus efectos no era más
que un arco de círculo fugitivo, un punto imperceptible en el espacio.
Los tres amigos siguieron largo rato mirando, sin despegar los labios; pero con el
mismo pensamiento, mientras el proyectil se alejaba con una velocidad uniformemente
decreciente. Poco a Poco se apoderó de sus cerebros una somnolencia irresistible;
reacción inevitable después de la sobreexcitación de las últimas horas pasadas en la
Tierra.
-Vaya -dijo Miguel-, puesto que el sueño es necesario, vamos a dormir.
Y tendiéndose en sus camillas no tardaron los tres en quedarse profundamente
dormidos. Pero apenas habría pasado un cuarto de hora cuando Barbicane se enderezó
de improviso y despertó a sus compañeros, gritando con voz atronadora:
-¡Ya lo sé!
-¿Qué sabes? -preguntó Miguel Ardán, saltando de la cama.
-El motivo de que no hayamos oído la detonación del columbia.
-¿Y cuál es? -dijo Nicholl.
-Que nuestro proyectil caminaba más aprisa que el sonido.

Alrededor De La LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora