Capítulo VI
El 4 de diciembre se despertaron los viajeros después de cincuenta y cuatro horas de
viaje, y cuando los relojes marcaban las cuatro de la mañana terrestre. No habían pasado
más de cinco horas y cuarenta minutos de la mitad de la duración calculada a su
permanencia en el proyectil; pero habían recorrido ya casi las siete décimas partes de la
travesía. Esta particularidad se debía al decrecimiento de su velocidad.
Al observar la Tierra por el cristal inferior, les pareció una mancha oscura en medio de
los rayos solares; ya no presentaba ni círculo luminoso, ni luz cenicienta; a las once de
la noche siguiente debía estar nueva, en el momento mismo en que la Luna estaría llena.
Encima de ellos el astro de la noche se acercaba cada vez más a la línea seguida por el
proyectil, de manera que debía de encontrarse con él a la hora indicada. En torno suyo,
la bóveda negra se hallaba tachonada de brillantes estrellas que parecían moverse
lentamente. Pero a causa de la inmensa distancia a que estaban, su tamaño aparente no
parecía haber sufrido modificación. El Sol y las estrellas aparecían lo mismo que se les
ve desde la Tierra. En cuanto a la Luna, había aumentado considerablemente; pero los
anteojos de los viajeros, que no eran de gran potencia, no permitían hacer observaciones
útiles en su superficie ni reconocer su disposición topográfica y geológica.
Pasaban el tiempo en conversaciones interminables, cuyo tema principal era,
naturalmente, la Luna, y cada cual ofrecía el contingente de particulares conocimientos:
Barbicane y Nicholl siempre serios; Miguel Ardán siempre con sus raras bromas.
Mientras almorzaban se le ocurrió a este último una pregunta acerca del proyectil que
provocó una curiosa respuesta de Barbicane digna de referirse.
Suponiendo que el proyectil se hubiera visto detenido súbitamente cuando se hallaba
todavía animado de su velocidad inicial, pretendía Miguel Ardán saber qué
consecuencia hubiera tenido aquella repentina detención.
-Pero yo no sé -respondió Barbicane- cómo podría detenerse el proyectil.
-Supongámoslo -respondió Miguel.
-Pero si no se puede suponer -replicó el práctico Barbicane-, a no ser faltándole la
fuerza impulsiva, y entonces su velocidad habría disminuido poco a poco, y no de
repente.
-Supongamos que hubiera tropezado con algún cuerpo en el espacio.
-¿Con cuál?
-Con el enorme bólido que hemos encontrado, por ejemplo.
-En ese caso -dijo Nicholl- el proyectil se hubiera hecho mil pedazos y nosotros
con él.
-Algo más que eso -añadió Barbicane-: nos hubiéramos abrasado vivos.
-¡Abrasado! -exclamó Miguel-. ¡Por Dios! Casi siento que no haya ocurrido el
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Alrededor De La Luna
ClassiquesSecuela de la novela de julio Verne : de la tierra a la Luna