Capítulo V
Esta revelación cayó como una bomba. ¿Quién había de esperar semejante error de
cálculo? Barbicane no quería creerlo. Nicholl revisó sus números y comprobó que eran
exactos. En cuanto a la fórmula que los había determinado, no se podía dudar de su
exactitud, y hecha la comprobación, se demostró de un modo indudable que para llegar
al punto de equilibrio se necesitaba una velocidad inicial de dieciséis mil quinientos
setenta y seis metros en el primer segundo.
Los tres amigos se miraron, silenciosos. Nadie pensaba en almorzar. Barbicane, con los
dientes apretados, contraídas las cejas y los puños crispados convulsivamente,
observaba al través del cristal. Nicholl, cruzado de brazos, repasaba sus cálculos.
Miguel Ardán murmuraba:
-¡Véase lo que son los sabios! ¡Siempre hacen lo mismo! ¡Daría veinte pesos por caer
sobre el observatorio de Cambridge y aplastar en él a todos esos emborronadores de
papel!
De repente el capitán hizo una reflexión que se dirigía a Barbicane.
-¡Sin embargo! -dijo-, son las siete de la mañana; hace treinta y dos horas que
hemos partido; hemos recorrido más de la mitad de nuestro trayecto y no caemos, que
yo sepa!
Barbicane no respondió; pero después de echar una mirada rápida al capitán, tomó un
compás que le servía para medir la distancia angular del globo terrestre; luego, por e1
cristal inferior, hizo una observación muy exacta, en atención a la inmovilidad aparente
del proyectil. Levantándose entonces y secándose el sudor que le bañaba la frente, trazó
algunas cifras en el papel. Nicholl comprendía que el presidente quería deducir de la
medida del diámetro terrestre la distancia del proyectil a la Tierra, y le miraba con viva
ansiedad.
-No -gruñó Barbicane, al cabo de algunos instantes-, no caemos. Nos hallamos a
más de cincuenta mil leguas de la Tierra. Hemos pasado ya del punto en que debía
detenerse el proyectil, si su velocidad no hubiera sido más que de once mil metros en el
momento de salir. Seguimos subiendo.
-Es indudable -respondió Nicholl-, y de ahí debemos deducir que nuestra
velocidad inicial, bajo el impulso de las cuatrocientas mil libras de algodón pólvora, ha
excedido de los ocho mil metros necesarios. Ahora comprendo cómo hemos encontrado
a los trece minutos el segundo satélite que gravita a dos mil leguas de la Tierra.
-Y esa explicación es tanto más fundada -añadió Barbicane- cuanto que al arrojar
el agua contenida entre los tabiques elásticos, el proyectil se ha encontrado
repentinamente aligerado de un peso enorme.
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Alrededor De La Luna
ClásicosSecuela de la novela de julio Verne : de la tierra a la Luna