Capítulo XVIII
A todo esto el proyectil había pasado el recinto de Tycho. Barbicane y sus amigos
observaron entonces con la más minuciosa atención aquellas rayas brillantes que la
célebre montaña dirige tan curiosamente hacia todos los horizontes.
¿Qué venía a ser aquella aureola radiada? ¿Qué fenómeno geológico había dibujado
aquella cabellera ardiente? Esta cuestión preocupaba con razón a Barbicane.
Y es que, al verla, se prolongaban en todas direcciones surcos luminosos de bordes
prominentes y centros cóncavos, unos como de 20 kilómetros de anchura, otros de 50.
Aquellas brillantes ráfagas llegaban por algunas partes hasta 300 leguas de distancia de
Tycho, y parecían cubrir, especialmente hacia el este, el nordeste y el norte, la mitad del
hemisferio meridional. Una de ellas se extendía hasta el circo Neandoro, situado en el
meridiano 40. Otra iba redondeándose a surcar el mar del Néctar, y a quebrarse contra la
cordillera de los Pirineos, después de recorrer una extensión de 400 leguas. Otra hacia el
oeste, cubría con una red luminosa el mar de los Nublados y el mar de los Humores.
¿Cuál era el origen de aquellos rayos brillantes que corrían sobre las llanuras como
sobre las alturas, cualquiera que fuese su elevación? Todos partían de un centro común
al cráter de Tycho, y emanaban de él. Herschel atribuía su brillante aspecto a corrientes
de lava solidificada de repente por el frío, opinión que no ha sido aceptada. Otros
astrónomos han tomado aquellos inexplicables surcos por una especie de hileras de
peñascos erráticos, formados en la época misma de la formación de Tycho.
-¿Y por qué no? -preguntó Nicholl a Barbicane, que enumeraba estas diferentes
opiniones refutándolas todas.
-Porque no pueden avenirse a la seguridad de esas líneas luminosas y la violencia
necesaria para lanzar materias volcánicas a semejante distancia.
-¡Por Dios! -respondió Miguel Ardán-; pues a mí me parece muy fácil de explicar
el origen de esos rayos.
-¿De veras? -dijo Barbicane.
-Indudablemente -Continuó Miguel-. Es un hecho idéntico al que produce el golpe
de una bala o piedra sobre un cristal.
-¡Muy bien! -replicó Barbicane sonriendo-; ¿y dónde había una mano con fuerza
bastante para arrojar la piedra que dio ese golpe?
-No hace falta mano -repuso Miguel, que no se daba fácilmente por vencido-; y en
cuanto a la piedra, supongamos que sea un cometa.
-¡Ah, sí, los cometas! -exclamó Barbicane-. ¡Cómo se abusa de ellos! Querido
Miguel, tu explicación no es mala, pero tu cometa es inútil. El golpe que ha producido
esa rotura puede haber venido del interior del astro. Una contracción violenta de la
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Alrededor De La Luna
ClassicsSecuela de la novela de julio Verne : de la tierra a la Luna