La Noche De 354 Horas.

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Capítulo XIV
Al producirse tan súbitamente aquel fenómeno, el proyectil pasaba a menos de 50


kilómetros del Polo Norte de la Luna. Le habían bastado unos cuantos segundos para


sepultarse en las tinieblas absolutas del espacio. La transición se había operado tan


rápidamente, tan sin degradación de luz, que no parecía sino que el astro de la noche se


hubiera apagado a impulsos de un gigantesco soplo.


-¡Se ha fundido, ha desaparecido la Luna! -exclamó Miguel Ardán, estupefacto.


En efecto, no se veía un reflejo, ni una sombra, ni nada de aquel disco tan deslumbrador


momentos antes. La oscuridad era completa y aún la hacía mayor el brillo de las


estrellas; tenía ese color negro propio de las noches lunares, que duran trescientas


cincuenta y cuatro horas y media en cada lugar del disco, noche inmensa que proviene


de la igualdad entre los movimientos de traslación y rotación de la Luna sobre sí misma


y alrededor de la Tierra. El proyectil, sumergido en el cono de sombra del satélite, no


sufría ya la acción de los rayos solares, lo mismo que los puntos de la parte invisible de


éste.


Reinaba completa oscuridad en lo interior; no se veía nada; así que, por más deseoso


que estuviera Barbicane de economizar el gas encerrado en el depósito, no hubo más


remedio que hacer este gasto para disipar las tinieblas en que les había sumido la


desaparición del Sol.


-¡Vaya al diablo el astro radiante! -exclamó Miguel Ardán-; va a obligarnos a


consumir gas, cuando podía suministrarnos gratis sus rayos.


-No acusemos al Sol -replicó Nicholl-; no tiene él la culpa, sino la Luna, que se


pone en medio como una pantalla.


-¡Es el Sol! -insistía Miguel.


-¡Es la Luna! -repetía Nicholl,


Disputa excusada que Barbicane terminó, exclamando:


-Amigos míos, no tienen la culpa el Sol ni la Luna, sino el proyectil, que en vez de


seguir vigorosamente su trayectoria ha cometido la torpeza de separarse de ella. Y para


hablar con justicia, la culpa es del malhadado bólido que lamentablemente ha desviado


nuestra dirección primitiva.


-¡Bien! -respondió Miguel Ardán-. Pues entonces, ya que está arreglado, vamos a


almorzar. Después de una noche entera de observaciones conviene reponerse un poco.


Esta proposición no encontró oposición alguna.


En pocos minutos preparó Miguel el almuerzo; pero comieron por comer y bebieron sin


echar brindis ni proferir exclamaciones. Al verse arrastrados a aquellos espacios, sin su


comportamiento habitual de resplandores, sentían que una vaga inquietud se apoderaba

Alrededor De La LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora