Capítulo III: Instalación
Después de tan curiosa y exacta explicación, los tres amigos volvieron a dormir
profundamente. ¿En qué lugar podían encontrar dormitorio más tranquilo y sosegado?
En la Tierra, en las casas de las ciudades, como en las cabañas de los campos, sienten
necesariamente todas las sacudidas que sufre la corteza del Globo. En el mar, el buque
mecido por las olas se halla en continuo choque y movimiento. En el aire, el globo
aerostático oscila sin cesar sobre capas elásticas de diferentes densidades. Sólo aquel
proyectil flotando en el vacío absoluto, en medio de un absoluto silencio, podía ofrecer
reposo a sus huéspedes. Por lo tanto, el sueño de los viajeros se hubiera prolongado
indefinidamente, a no despertarles un ruido inesperado a eso de las siete de la mañana
del día 2.
Aquel ruido era un ladrido perfectamente claro.
-¡Los perros! ¡Son los perros! -exclamó Miguel Ardán, incorporándose al punto.
-Tienen hambre -dijo Nicholl.
-¡Naturalmente! -respondió Miguel-. Nos habíamos olvidado de ellos.
-¿Dónde están? -preguntó Barbicane.
Los buscaron y encontraron al uno escondido bajo el diván. Espantado y anonadado por
el choque inicial, había permanecido en aquel escondrijo hasta que recobró la voz y el
hambre.
Era la pobre Diana, bastante acobardada aún y que salía de su escondite, no sin hacerse
rogar a pesar de que Miguel Ardán la animaba con sus caricias.
-Ven, Diana -le decía-, ven, hija mía; tú, cuyos destinos formarán época en los
anales cinegéticos; tú, a quien los paganos hubieran hecho compañero del dios Anubis y
los cristianos de San Roque; tú, que eres digna de ser vaciada en bronce por el rey de los
infiernos, como aquel faldero que Júpiter regaló a la bella Europa a cambio de un beso;
tú, que has de eclipsar la ,Celebridad de los héroes de Montargis y del monte de San
Bernardo; tú, que al lanzarte por los espacios interplanetarios vas tal vez a ser la Eva de
los perros selenitas, tú, que justificarás ese pensamiento elevado de Toussenel: "En el
principio creó Dios al hombre, y al verle débil, le dio el perro." ¡Ven acá, Diana, ven!
Diana, contenta o no, se acercó poco a poco, con quejidos lastimeros.
-Bueno -dijo Barbicane-, ya veo a Eva, pero ¿dónde está Adán?
-¡Adán! -respondió Miguel Ardán-. No debe de estar lejos, ahí estará, en cualquier
parte; le llamaremos. ¡Satélite! ¡Toma, Satélite!
Pero Satélite no aparecía, y Diana continuaba quejándose. Sin embargo, vieron que no
estaba herida y le sirvieron una torta apetitosa que puso fin sus ayes.
Satélite parecía perdido, y fue necesario buscarlo largo rato, hasta que se le encontró en
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Alrededor De La Luna
ClassicsSecuela de la novela de julio Verne : de la tierra a la Luna