Capítulo 1.

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Todo comenzó un día como cualquier otro, en la ciudad de los vientos. Cuando una joven empleada llevaba a una pequeña niña a su encuentro semanal con su padre.

-     Dorothy, ¡apúrate! Papá debe estar esperándonos ya. –Casi gritó una pequeña niña con insistencia.

Se la veía contenta y emocionada, aunque algo impaciente. Había llegado corriendo a una esquina y esperaba a su niñera con la mano extendida para cruzar la calle y llegar, después de un largo recorrido, al parque en el que siempre veía a su padre.

-     Por favor, Lilly no corras y no vuelvas a soltar mi mano. –Pero al parecer, a la niñera no le hacía tanta gracia correr por las calles de Chicago–. Estamos a tiempo. Tu padre dijo que llegaría a las diez de la mañana y aún faltan cinco minutos. Además mira, nada más cruzamos la calle y llegamos al parque.

-     ¡Por eso! Si papá dijo que a las diez, debe estar ahí desde hace más de quince minutos. ¡Parece que no lo conocieras! –dijo la niña entornando los ojos–. Papá siempre llega al menos veinte minutos antes de la hora que dice.

-     ¿Puedes esperar un segundo, por favor? Acabo de ver a un conocido. –Respondió la empleada al tiempo que levantaba la mano en señal de saludo.

-     ¡No quiero! –La paciencia no era algo propio de la pequeña, o de cualquier otro niño–. ¡Quiero ver a mi papá! ¡Dorothy!

-     ¡Por Dios, Lilly! Si ya te esperó una semana completa, diez minutos más no lo van a matar. –Arremetió la mujer molesta girándose para charlar con el conocido al que acababa de saludar.

A veces los adultos no medimos el tiempo de la misma manera que los niños. Y nuestras prioridades son generalmente distintas.

-     ¡Ahí está! –Gritó entonces la niña mientras señalaba emocionada a alguien en el parque.

Soltó la mano de su cuidadora –de nuevo–, y salió corriendo, dispuesta a atravesar la calle. Estaba feliz. 

-     ¡Papá! ¡Papá!

Del otro lado de la calle, un hombre de unos treinta y tantos años, esperaba –con la espalda recargada en un árbol– desde las nueve y media, el arribo de la única persona que le daba un poco de alegría a su vida.

Su hija era su más preciado tesoro. Todos aquellos que lo conocían, sabían que los domingos eran días en los que no podrían localizarlo por ningún medio. Los domingos eran los días de Lilly y no había forma de hacerlo renunciar a uno solo de ellos.

Llevaba casi treinta minutos esperando, cuando escuchó –lleno de alegría–, la vocecita de su pequeña niña gritarle un "¡Papá! ¡Papá!". De inmediato giró, esbozando su mejor sonrisa, hacía el lugar del que provenía el sonido. Pero, en un segundo, la sonrisa se le esfumó del rostro, dejando en su lugar una expresión de profundo susto.

-     ¡Lilly no! –Gritó–. ¡Quédate dónde estás!

Pero la niña, emocionada como estaba al verlo, ignoró la súplica de su padre y corrió a su encuentro, atravesando la calle, sin prestar atención a los coches que se le venían encima.

La escena pasó ante sus ojos en cámara lenta. Vio como los automóviles se acercaban peligrosamente al cuerpecito que corría a su encuentro, y supo de inmediato que había muy poco que él pudiera hacer.

Siempre se había considerado un hombre que sabía cómo reaccionar en momentos difíciles, pero estando ahí, viendo lo que veía, su cuerpo dejó de obedecerle. Se encontró paralizado, sin poder moverse, viendo como la vida planeaba darle un nuevo golpe. Incapaz siquiera de cerrar los ojos.

BeirlatDonde viven las historias. Descúbrelo ahora