Capítulo 12.

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… y ante todo concédeme la fuerza para aceptar aquello que no puedo cambiar.

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Hay momentos en los que la vida se torna particularmente complicada, difícil de entender y, el dolor que genera, es tan insoportable que uno voltea al cielo, o a la tierra, y grita: "¿por qué?". No, un simple por qué no es suficiente, uno grita con todas sus fuerzas y con mucha rabia: "¿por qué a mí? ¿No tienes a nadie más a quien torturar? ¿Acaso te regocija mi sufrimiento? ¿Te hace sentir más fuerte? ¿Más poderoso? ¿O simplemente eres cruel y te gusta verme desolado, abatido, derrotado?". 

Luego, después de algún tiempo, el enojo va cediendo y comenzamos a buscar la aceptación de nuestras circunstancias, procurando nuestra tranquilidad, aun cuando eso es demasiado complejo. Algunos salen avante, pero los otros... los otros perdemos la esperanza y, sin estar de acuerdo con lo que nos sucede lo aceptamos, no porque queramos sino porque es nuestra única opción; porque no se puede luchar contra los designios del destino; porque… porque resignarse es más sencillo que no hacerlo. Te permite seguir adelante. Y cuando la vida te vuelve a dar de golpes, es mucho más fácil escudarse en la resignación.

Pero no es un escudo del todo efectivo. Te ayuda a protegerte un poco del dolor, sí, pero no logra librarte de la tristeza. Te ayuda a vivir… aunque estés muerto en vida. 

"¡Resignación! Qué triste palabra y sin embargo es el único refugio que queda".

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Había sido un tonto al esperar que la vida por fin le diera un respiro y le permitiera aferrarse a la esperanza.

La vida y el destino le habían permitido conocer la felicidad cuando era joven. Había sido feliz, plena e intensamente feliz. Pero nada es eterno en este mundo y todo lo que tenemos en algún momento nos tiene que dejar. Entonces poco a poco, vida y destino, le fueron quitando, una a una, aquellas cosas que lo llenaban de regocijo.

Ahora vivía atormentado porque sabía que esos crueles villanos, que lo habían destrozado casi por completo, podían regresar en cualquier momento para arrebatarle aquellas pocas personas que lo hacían levantarse cada día y procurar ponerle una buena cara a su porvenir.

Le había costado mucho trabajo salir adelante, con el corazón hecho pedazos, pero lo había logrado. No podía permitirse el lujo de crearle una nueva herida a su lacerado corazón, por pequeña que fuera. Por eso lo había sellado bajo cadenas, un pesado pestillo y un gran candado. Había dejado que la llave para abrirlo se perdiera en lo más profundo de su ser. Tenía años viviendo con esa pesada carga, tantos que ya se había acostumbrado a ella. Aun así, Andy había estado a punto de entrar por un diminuto orificio que había quedado sin protección. ¡Qué daño estuvo a punto de causarle! Afortunadamente, alguien más se la había llevado antes de que lograra entrar por completo y él lo aceptaba gustoso… o tal vez no tanto, pero tenía que convencerse de hacerlo. Tenía que resignarse. Tenía que aceptar que su parte de vida feliz, la había vivido ya y ahora, simplemente, tenía que vivir. Andy sería una nueva amiga, nada más.

Ese día no tenía por qué ser peor que los demás, así que intentó pasarlo como cualquier otro. Por la mañana se levantó a la hora acostumbrada, desayunó con su hija y sus sobrinos. Pasó a dejar a Lilly a la escuela y después se fue a trabajar. Cal y Dec parecieron darse cuenta de que estaba un poco triste, quizás lo relacionaron con las fechas, por procuraron mantener el ambiente lo más alegre que pudieron. Habían hecho hasta lo imposible por evitar hacerlo pasar malos ratos o enojos y cuando Lilly regresó de la escuela, el cuadro familiar se completó.

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