Capítulo 9.

149 19 11
                                    

¿Alguna vez has tenido uno de esos días en los que todo parece ir mal? ¿Uno de esos, en los que te sientes un imán para el caos? ¿De esos, en los que incluso llegas a creer que lo único que puede hacerte sentir mejor será, precisamente, aquello que te dé el tiro de gracia? ¿Uno de esos días, en los que vez las cinco de la tarde en el reloj y piensas "aún faltan siete horas más para que el día termine"?

Seguramente sí que lo has tenido, y si afirmas que nunca te ha pasado, es, y que me bese un sapo si me equivoco, porque: o no has vivido, o simple y llanamente, eres un maestro de las mentiras, tan bueno, que incluso te mientes a ti mismo.

Albert había tenido uno de esos días, y todo ese desastre se había desencadenado por intentar tentar al destino al salir del lado erróneo de la cama, con el pie equivocado. Él era un hombre muy inteligente y muy poco supersticioso, pero nunca en la vida se había atrevido a empezar un día con el pie izquierdo. Esa había sido una creencia heredada de su madre. Pero esa mañana le había costado tanto trabajo levantarse que, después de amenazar y maldecir algunas veces al despertador, se destapó y sin tener el cuidado de ponerse boca arriba, salió de la cama.

Fue hasta que sintió el frío material cerámico de las losetas rozar su pie izquierdo, que de inmediato reaccionó, encogiéndolo, girándose y sacando el pie correcto. Pero había sido demasiado tarde. O al menos así lo veía ahora.

Todo había sido un desastre. Se quedó sin espuma para afeitar y por ello se había lastimado la parte baja de la barbilla con la navaja; se golpeó el dedo gordo del pie derecho con la pata de la cama; se quemó la lengua al tomar un sorbo de café muy caliente; Lilly le dejó caer, accidentalmente, una tostada con mermelada sobre el pantalón durante el desayuno, lo que lo forzó a regresar a su alcoba y cambiarse; el tráfico de su casa a la escuela de su hija fue terrible; había llegado tarde a la oficina; la tinta de una de las plumas que llevaba en el bolsillo de la camisa se regó, dejándole una hermosísima mancha negra sobre la blanca tela y la piel del pecho, por lo que debió cambiarse de nuevo; se había cortado con una hoja de papel… en fin, ese no había sido su mejor día. Todo por haber sido tan inconsciente como para empezar su jornada con el pie equivocado. Y de pronto, entra a la sala de juntas para reunirse con su hija y sobrinos y es recibido con el golpe final, que además fue uno dado a traición.

Se quedó frío, parado bajo el marco de la puerta, cuando, después de escuchar la jubilosa voz de su pequeña, se giró para encontrarse de frente con un par de ojos verdes que había estado evitando reencontrar. La garganta se le secó y el corazón le latía agitado, como el de un adolescente. "Pero vaya tonto", se dijo a sí mismo cuando logró recuperar un poco de autocontrol, "es sólo Andy, sólo ella".

Respiró profundamente y sacó a flote una hermosa sonrisa, que por algún motivo le costó mucho encontrar. Caminó con movimientos elegantes pero fluidos hacia donde estaba el grupo de gente que lo veía con cara de ¿susto? Sí, seguramente era eso. Después de todo, sus sobrinos habían, aunque se atrevieran a negarlo, desacatado sus órdenes.

Su andar era encantador y muy seguro, prácticamente hipnótico, hasta que una mesilla para el café salió de la nada y se incrustó directamente en su espinilla.

-     Ahh, ¡lo que me faltaba! –Casi gritó mientras se llevaba una mano a la pierna.

-     ¿Estás bien? –Preguntó Andy intentando contener la risa, cosa que Lilly, Dec y Cal no lograron hacer. Albert levantó la vista y muy molesto dijo:

-     Fuera de aquí. Todos. ¡Ahora! –Los hermanos Kerr y Lilly salieron disparados del lugar, pero Andy no se movió.

-     Déjame ayudarte.

BeirlatDonde viven las historias. Descúbrelo ahora