Capítulo 15.

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La vida suele ser cruel, injusta y dolorosa. Nos golpea cuando quiere, nos lastima a su antojo, nos hiere sin siquiera permitirnos buscar una defensa. La vida suele ser cruel y no creo que haya alguien que pueda negarlo. Sin embargo, también es benévola, brillante y hermosa. Cada uno de sus golpes tiene la finalidad de ayudarnos a crecer... a madurar. Las lágrimas que derramamos por las heridas que nos causa, pueden fácilmente verse opacadas por las tantas sonrisas que las cosas más sencillas pueden arrancarnos. Nos da tristezas para que podamos comprender la alegría. Nos tira para que aprendamos a levantarnos. Nos ocasiona grandes pesares para que sepamos disfrutar los mejores placeres. Nos entrega noches de impenetrable negrura para que disfrutemos los tantos colores del alba. La vida es sabia y en su saber creó la oscuridad para que nosotros pudiéramos ver el resplandeciente brillo de las estrellas.

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Dicen que el tiempo es la mejor medicina para un alma herida y eso fue precisamente lo que Albert buscó, tiempo. Tiempo para estar solo. Tiempo para reencontrarse. Tiempo para disfrutar de todas aquellas cosas que había dejado a un lado al convertirse en el jefe de su familia. Tiempo para sanar las heridas que aún tenía abiertas en el corazón.

Con ayuda de ese tiempo, de su hija, sus sobrinos, un montón de pinturas y un violín, poco a poco, comenzó a ser de nuevo aquel hombre que abría los ojos cada mañana con una sonrisa adornando su boca por saberse vivo.

El proceso no fue fácil, sobre todo, cuando los ancianos de su familia constantemente lo acosaban para que regresara a América, para pasar sus días detrás de un escritorio, firmando documentos y dando órdenes a sus subordinados. Pero decidido como estaba, no hubo nada que lo hiciera dejar su refugio y regresar.

Seguía trabajando, y se mantenía siempre informado de todo lo que sucedía con las empresas. No había un solo documento que requiriera su firma que no fuera atendido, una sola persona que necesitara ser contactada por él que no recibiera su llamado, pero todo lo hacía procurando tener tiempo para él. No dejaba que su trabajo lo absorbiera, no dejaba que nada lo hundiera de nuevo.

Para él fue particularmente difícil darse cuenta que había tocado fondo, que la vida que tanto había amado cuando era joven le había dejado su lugar a una existencia que le traía solamente preocupaciones y problemas. Pero lo peor, fue ver que estaba arrastrando con él a la niña que se había vuelto su única razón para seguir viviendo. Tocó fondo y al darse cuenta de ello, se quedó tirado unos segundos, luego se vio, se sentó y comenzó a levantarse poco a poco. Una vez en pie, sacudió sus ropas, respiró profundamente y volvió a caminar, con la misma soltura con la que lo había hecho siempre.

Los días en Escocia al lado de su hija le recordaron su infancia. Cada rincón de su "palacio escocés", como le decía Lilly, guardaba una anécdota: los juegos con su hermana, las deliciosas comidas de su madre, los sabios consejos de su padre, su familia. Los prados verdes cubiertos un cielo brillante y azul, lo llenaban de su libertad perdida. El aire puro le brindaba tenues caricias que, en ocasiones, lo hacían sentir acogido de nuevo por la naturaleza de la que se había alejado.

Cambió sus impecables trajes y zapatos negros, por jeans, sudaderas y tenis. Recuperó su rutina bohemia. Pintó, interpretó y compuso música de nuevo. Llevó a su hija a conocer cada uno de los lugares que habían marcado su vida, le enseñó a pintar y, a pedido de la pequeña, a tocar el violín. Estuvo a punto de comprarle uno, pero Lilly, en una de sus tantas exploraciones por la casa encontró dos estuches pequeños, cada uno, con letras infantiles, decían: Gwydion y Galahad.

-     Los había olvidado por completo. –Dijo Albert cuando los vio–. Gwydion fue el primer violín que tuve. Mamá me lo regaló cuando tenía cuatro años. Ella lo bautizó, dijo que si ese nombre le había servido a un Rey podría servirle a un violín.

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