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si hay algo que me enseñaron mis diecisiete años de vida, es que con una cantidad mínima de palabras, las cosas pueden dar vuelta toda tu historia y ya nada vuelve a ser lo mismo.

miras las cosas desde un diferente punto de vista; te preguntas si quizás sea la última vez que haces algo cuando lo estás haciendo; al hablar con una persona contemplas la posibilidad de que nunca más vuelvan a hablar, te planteas qué hacer día a día con lo que llevas a cuestas.

piensas en cada uno de tus seres queridos, en todas las personas que pasaron por tu vida, fugas o permanentemente, desde tu madre, padre o hermano hasta aquel desconocido que te dijo la hora en el tren; porque tus padres tranquilamente pudieron haberte abandonado y no lo hicieron, y aquella persona de la que no sabías su existencia hasta que tuviste que saber qué hora era, podría haberte ignorado y se habría terminado su problema. pero compartió dos segundos de su vida contigo, dos segundos que nunca más va a recuperar. y si piensas que dos segundos son poco, déjame decirte que estás equivocado a más no poder.

una persona en dos segundos, puede decir "te amo".

una persona en dos segundos, puede pedir perdón.

puede decir "sí, quiero" o "sí, acepto".

en dos segundos puedes ver a alguien por última vez.

y en dos segundos pueden decirte que tienes cáncer.

tenía nueve años de edad. desde los cinco, había sufrido dolores en cada parte de mi cuerpo; tuve al menos tres veces al año pancreatitis aguda, constantemente perdía peso, y vivía con ganas de vomitar. mi familia y los médicos no encontraban alguna razón lógica; pasé por miles de pruebas, tengo varias marcas en mis brazos de la cantidad de veces que me sacaron sangre para hacer alguno que otro estudio, y no solo eran desangre, me hicieron muchas pruebas de orina también, y en un intento desesperado, hasta me hicieron lamer un pequeño tubo para tratar de encontrar respuestas en la saliva. cero. nada daba respuestas.

excepto la última revisión.

era un viernes por la mañana, me ausenté a clases porque me realizarían la milésima prueba de mi vida. ya todos me conocían en aquel hospital, puesto que iba al menos una vez por semana. de hecho, ese viernes era la segunda vez en la semana que iba.

Introdujeron la aguja en mi bazo y colocaron la sangre en un tubo. La miré un momento, con su rojo tan intenso. Se me ocurrió que con toda la sangre que me habían quitado desde los cinco años, podrían completar un trasplante.

esperamos al menos cinco horas para los resultados. los doctores no tenían esperanzas ya con mis resultados, así que no les daban mucha prioridad. eran más de las diez de la noche, y mi doctora de cabecera, liz hemmings, se acercó a mi madre y a mí con una sonrisa algo triste. al estar en su consultorio, nos pidió que tomáramos asiento. le hicimos caso, y nos empezó a mirar indecisa, como buscando las palabras para decir lo que tenía que decir.

suspiró y por fin habló —: es un poco difícil decir esto...

—¿ocurre algo malo? —preguntó mi madre.

—tengo dos noticias para darles, y me temo que ninguna es buena.

mi madre me miró y luego liz continuó hablando.

—lenna, al fin tus pruebas dieron un resultado en el que podemos confiar. —sonreí con un poco de alivio, ya que creí que el sufrimiento de las agujas y todas esas cosas relacionadas se terminaría.

—¿y? ¿qué es lo que tiene? —mi madre sonaba asustada.

liz miró al techo, y pude notar que tragaba duro. sé que ella me aprecia lo suficiente como para llorar por mí, ya que la conozco desde hace muchísimo tiempo y siempre ha sido una de mis doctoras favoritas y me ha apoyado bastante con mis dolores y esas cosas.

habitación 196 || luke hemmingsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora