Treinta y siete.

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Últimamente la vida la llevo ojerosa,
ya ni siquiera tararea su canción favorita,
incluso ya no le da por tiritar cuando está a punto de ser feliz.

A esta edad,
ya he sabido más de monstruos que de personas,
porque a mí siempre me han dado mucho miedo las últimas,
desde pequeño, digo.
Lo digo por experiencia propia:
a veces cuando intentas hacer sonreír a alguien
mientras tú no sabes cómo hacerlo,
lo que pasa es que te clavas más en el pecho
ese ojalá que nunca acaba de llegar.

Miro al cielo, entonces,
con la vista cansada
y con los sentimientos quién sabe cómo,
jamás he sabido ponerle los motivos correctos a la sonrisa,
siempre, al final, la destrozan las personas a quienes he admirado
y por las cuales he derribado muros para llegar a ellas.

Porque cuando quiero conseguir algo
cruzo fronteras,
mares,
millas.
Y luego, no sé,
pero cuando lo consigo,
también pierdo algo.
Y me duele.

Entonces comprendo que para conseguir unas cosas
tendrás que sacrificar otras.
Y lo jodido es que tú no escoges cuáles perder,
sino que es la vida quien te las arrebata sin el más mínimo de los afectos.

La vida,
la mía,
no me ha sabido tan dulce desde que comencé a entender de qué va el mundo.
Romper cosas cuando intentas dar tu mayor acierto,
romper personas cuando intentas construir algo bonito,
romper corazones cuando intentas entrar a ellos.
¿Por qué todo, a veces, se resume en romper?
Ojalá sólo lo conjugáramos con las cosas, y no con las personas.

Dicen que con el tiempo uno no olvida,
sino que aprende a aceptar.
Y con lo que a mí respecta:
ya te he aceptado y me he resignado a ti,
porque el mayor error hubiese sido
no haber coincidido jamás.

Ven, te invito a una noche de recuerdos,
aquí está tu sonrisa.
Y allá, la mía.


Benjamín Griss.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora