Parte sin título 60

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Me gustan las personas que se van como una suave brisa de verano. Que no hacen tanto ruido, ni causan tanto dolor. Que no dejan heridas, pero sí el deseo de algún día volverlas a encontrar. Aquellas con quien puedes hablar de cosas insignificantes y aun así parecen tener sentido, y los minutos fluyen con una extraña violencia que te sacude las pestañas al mirar atrás y darte cuenta de que se han disipado en el aire y que solamente queda su aroma flotando en lo que parece tu mundo en ruinas. Aquellas que el tiempo nunca olvida, ni barre, ni cura; simplemente hace que, con el paso de los días, meses y años, jamás se borren de tu piel. Más adelante comprendes que no es que sientas frío, es que tu piel recuerda que ya no están para acariciarla por cada rotura, herida y cicatriz.

—Este verano es nuestro.
—No quiero que termines.

Esas personas que van conociendo de ti más de lo que cualquiera otra lo haría, que ni siquiera tú logras conocerte tan bien como lo hacen ellas. El secreto más grande que guardan es que, aunque tú no lo notes, hacen todo esfuerzo para que salgas adelante con tu vida, porque saben lo que pesa y lo que cuesta caminar con una llena de espinas. A mí eso me parece el acto más bonito que alguien puede hacer por ti: el abrirte, más que los ojos, la boca para que sonrías.

—No te vayas, por favor, no me dejes.

Las únicas que saben tus puntos débiles, la posible razón de tus malos días y el acuerdo que le firmaste al amor aquel verano donde, sin darte cuenta, sonreías como una idiota mirando la puesta de sol y las risas eran la canción que acompañaban el momento que llevarías anclado como el primer día del resto de tu vida. Qué bellas son cuando intentaron sacarte a flote con un mal chiste, cuando te abrazaron mientras no sabías qué rincón era para ti para poder llorar y, ahora que no están, que no volverán, te das cuenta de que eran sus hombros.

Aunque estés triste porque nada sucede dos veces. Ni las personas. Ni los amores. Ni los veranos. Ni el invierno que le prosigue. No lloras. No derramas una lágrima. Pero sí vas caminando descalza por la orilla del mar, mientras el sol sangra en la lejanía, con una sonrisa que se convierte en la primera estrella que empieza a brillar en la tarde y te dices a ti misma:
¡Joder! Qué feliz fui.

—No quiero que termines.
—Ya no estoy, tontita. Y aún así piensas que aún vivo.

Y flechas el inmortal atardecer.— "Este verano es nuestro",

Benjamín Griss.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora