¿Cómo estás seguro de lo que estás seguro?

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Dice que parecía que lloraba en silencio. Muerde la manzana. Habla con la boca llena. Dice que eso fue lo que sintió. Yo le pregunto que cómo se dio cuenta de eso. Se le chorrea un poco de jugo por la comisura de los labios. Se limpia con la muñeca derecha. Responde que fue por una expresión en sus ojos. Pregunto si terminaron definitivamente. Responde que sí, pero que siempre hay unos detalles que no terminan de desaparecer, que es una huevada agridulce. Resoplo y le digo que para mí siempre ha sido una huevada totalmente amarga. Vuelve a morder. Dice que puede ser, pero que algo, algo a la larga termina siendo un recuerdo agradable. Me pica el codo. Yo cuestiono eso, y le digo que ni cagando haber terminado con alguien puede terminar siendo un recuerdo agradable, que todas las veces que yo he terminado con alguien me ha llegado al pincho. El huevón parece que se está metiendo en su mundo. A veces siento que ha vivido más que yo. Yo no tengo tantos recuerdos. Creo que ni siquiera con ella. Tal vez yo tenga más, pero los suyos parecen ser mucho más fuertes. Abre un bolsillo pequeño de su mochila. Saca un paquete de galletas. Me ofrece una. La como porque sí. No nos miramos. Cada uno está mirando el suelo. Cada uno absorto en sus propios recuerdos. Oigo como masco. Oigo como masca. Hasta que levanta la cabeza.

Pregunta si me he sentido alguna vez así. Formula la pregunta que no quería oír. Contesto que sí, varias veces, pero que no ha sido por ninguna huevona, que es por, pauso mientras pienso que decir, no sé, vuelvo a pausar, que es una especie de añoranza, pienso de nuevo lo que voy a decir, y que luego tengo que dibujar. Saca otra galleta. Dice que las paredes de mi cuarto siempre le parecieron de puta madre, piensa en algo y deja de hablar, que cree que es algo que va a extrañar cuando se vaya del país. Lo miro, le susurro gracias. Apoyo mi codo en su hombro. Confieso que a veces añoro tener menos años, olvidarme de la angustia que tengo dentro y dejar de conflictuarme. Masca lentamente. Traga. Pregunta si eso me hace sentir solo, el haber tomado una decisión y que me hayan dicho que no. Me río ligeramente. Le digo que claro, que estoy cagado, que cada vez que me siento cagado estoy solo y no puedo dormir, paro de hablar un momento, que me quedo mirando el techo como un huevón, suspiro, que no puedo dormir, suspiro nuevamente, que tengo una angustia en el pecho que no puedo sacarme, pauso un instante, que a veces me pasa y que a veces no. Bota el paquete. Me dice que puede ser que no me sienta cómodo con lo que hago, me mira, que sabe a qué me refiero. Sigo mirando el suelo. Le digo que tal vez, pero que a veces solo quiero que los días pasen, que el colegio se termine de una vez y que mágicamente pueda dedicarme a hacer lo que realmente quiero. Suena el timbre. Cierra su mochila. Comenzamos a caminar hacia el salón. Él me dice que sabe lo que quiere, que me lo ha explicado y que acá en este país no lo puede conseguir, que se tiene que ir afuera, pero que yo, cómo yo sé que realmente quiero eso. Le respondo que si no fuera así, no tendría esta añoranza en el pecho. La gente apestando a sudor comienza a subir. Él replica que puede ser que yo crea querer eso y que en el fondo no tengo idea lo que quiero. Nos paramos al costado de la puerta del salón. Le digo que si es así, pues que estoy jodido de por vida.


La inevitabilidad del arteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora