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23 de noviembre


Esa noche se acercó a la ventana de su habitación para observar la lluvia caer sobre una calle triste y desolada. Observó los automoviles de sus vecinos engalanar el frente de las enormes casas adosadas de ladrillo rojo. La lluvia que caía era ensordecedora y la tenue luz de las farolas iluminaba cada gota, haciéndolas parecer pequeños rayos de luz. Sin embargo, ese grandioso panorama que tenía enfrente no le producía nada. Se sentía vacío.

El chico desvió la mirada hacia el techo de su habitación, que era iluminado por el resplandor de las farolas de la calle, y trató de percibir en sus pensamientos el momento exacto que le permitiera marcharse. No le agradaba vivir allí. Cada cosa y cada persona en ese vecindario le hacía querer olvidarse de quién era, aunque ya lo había hecho y no lo reconocía.

Justo en el momento en que decidió dejar de mirar aquellas figuras, sonó el timbre.

Él no esperaba a nadie. Eran las nueve de la noche y estaba solo en la casa. Habían pasado sólo pocos minutos desde que su madre se había ido a trabajar, por lo tanto pensó que quizás ella había olvidado algo.

«Con mucho valor» salió de su cuarto, bajó las escaleras y caminó por el pasillo. Estar solo brinda una sensación de tranquilidad, pero ésta desaparece cuando se escucha algún ruido a media noche.

«¿Si es mamá por qué no abrió ella?», pensó mientras tenía la expresión de cuando se hace mentalmente un cálculo difícil.

Para fortalecer su confianza se convenció de que sólo estaba frente a la típica broma de tocar el timbre y salir corriendo, aunque a altas horas de la noche eso sería extraño. Puso su mano en el pomo y lentamente lo giró, entreabrió la puerta y asomó la cabeza.

No había nada más allá afuera que los viejos automóviles de sus vecinos.

—¿Hay alguien allí? —gritó, pero no obtuvo respuesta.

Por un momento pensó que estaba en lo cierto respecto a la idea de la broma. Pero cuando se planteó cerrar la puerta, notó que en el suelo había una caja de cartón de color negro. Le pareció extraño, sin embargo abrió más y se agachó para tomarla, permaneciendo alerta a cualquier situación.

Entró rápidamente a la casa y cerró con una fuerte patada. A continuación, miró la caja que tenía en sus brazos y su lado temeroso lo dominó por completo. Su imaginación volaba y tenía miedo. Especuló que podría tratarse de un atentado o el juego de un asesino y el sería la próxima víctima. Pero la caja era pequeña, por lo tanto no podía contener una cabeza y eso tranquilizó, sólo un poco, sus desequilibradas teorías.

—¿Quien deja una caja en plena noche y luego se va? —se dijo, con el ceño fruncido—. ¿Pero qué persona la tomaría? ¡Debo estar loco!

El pasillo estaba a oscuras, y mientras caminaba, el rechinante sonido del piso de madera le daba un toque más tétrico a la situación, así que lo atravesó casi corriendo con su mirada fija en la escalera que se encontraba al final.


Cerró bien la puerta de su habitación, colocó la caja en su cama y luego la observó mientras tenía los brazos cruzados; detalló su forma, tamaño, si abrirla era lo correcto.

Y la curiosidad apartó al temor para decirle que abrirla era definitivamente lo mejor que podría hacer. El chico abrió una tapa lateral de la caja y lo que encontró adentro quizás nunca se le hubiera pasado por la cabeza en ese momento.

—¿Libros? —dijo, con una sonrisa sarcástica—. ¿Es en serio?

A él antes le gustaba leer y, a diferencia de la gran mayoría de chicos, a él le gustaban los libros que asignaban en el colegio, sólo que ahora se dedicaba a comprarlos para luego abandonarlos en su polvorienta biblioteca.

Aquellos libros estaban ordenados uno al lado de otro, ocupando un espacio inmenso. No parecía posible que una caja tan pequeña pudiera contener todo eso.

Fue sacándolos uno a uno y los colocó, de manera desordenada, en el colchón.

Los libros eran de color negro y no tenían un título en su portada. No eran de imprenta y que parecían hechos a mano. Un trabajo muy delicado que no daba la impresión de estar hecho por un asesino.

Cuando fue a tirar la caja al piso, percibió por el rabillo del ojo que al final de ésta se encontraba un trozo de papel, el cual tomó, pero lo que estaba escrito allí le pareció más extraño que encontrar la caja en la puerta.

«Sólo léelos y no te alarmes por lo que te espera».

Cuando descubrió que la caja sólo tenía libros pudo tranquilizarse y le causó gracia, pero esa nota estaba hecha para demostrar seriedad y hacer pensar a cualquiera.

Recorrió la habitación de lado a lado recordando todo lo sucedido minutos atrás, creyó de nuevo que le estaban gastando algún tipo de broma; sin embargo esas dos palabras, broma o no, habían hecho crecer su curiosidad exageradamente.

«Un libro no puede hacer nada fuera de lo común», pensó sin saber que un libro tiene el poder de hacer viajar nuestra mente.

Convencido de que no podía pasarle nada al seguir las instrucciones de la nota, se echó en su cama y tomó el primer libro.

Al abrirlo, observó que en el medio de la primera hoja estaba escrita la palabra: «Soledad» con una escritura a mano que no reconoció. Debajo de la palabra se encontraba un párrafo con la definición de la misma, y cuando pasó a la siguiente, hoja vio un texto muy amplio con el mismo tipo de letra de la página anterior.

No tenía idea de lo que encontraría al leer aquello, pero su interés por descubrir el propósito del regalo misterioso lo llevó a tomar riesgos.

Comenzó a leer el libro número uno.

Te regalo un libro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora