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El largo y tedioso día escolar había acabado y a Max le había extrañado que nadie en el instituto hubiera hablado sobre lo que pasó en la clase de Algebra. Si tan sólo una persona se hubiera detenido a pedirle con entusiasmo que le hablara sobre la épica respuesta que le dio al profesor Hardy, se hubiera sentido pleno.

Para Max, lo único agradable de estudiar en su instituto era el recorrido hasta su casa después de clases. Él siempre leía los letreros de los negocios mientras pasaba frente a ellos y veía al horizonte los gigantescos rascacielos.

Conforme caminaba con rapidez para llegar a su casa, observó una densa niebla que cubría la parte más alta de los edificios. Ésta, a medida que pasaban los minutos, descendía lentamente, dando la impresión de estar tragando los últimos pisos de las enormes construcciones y llevándolos a un lugar que era invisible a simple vista.

Cuando cruzó, los imponentes rascacielos cedieron su importancia a los edificios residenciales. Max podía llegar perfectamente hasta su casa sin cruzar en ningún momento, pero tomar el camino largo se volvió costumbre.

Observó cada casa a su lado y pensó en su madre. «Si la suerte estuvo de tu lado, mamá no encontró la caja».

Como ya estaba solo podía pensar tranquilamente en los libros. En el instituto había ocultado su emoción por la nueva caja con el fin de no pasar otro mal rato; pero ya no estaba allí, era libre de continuar su aventura literaria, la cual era agobiante pero muy interesante.

Cuando estuvo frente a su casa, se dio cuenta de que su mamá no se había ido al trabajo todavía. Pensó que lo estaba esperando, y eso era una señal segura de problemas.

Al entrar, cerró de un golpe la puerta. El ruido retumbó en sus oídos y resonó en la iluminada sala. Dejó su bolso en el suelo e inmediatamente se convirtió en una persona diferente, dejó de actuar para complacer a los demás.

Su mamá había estado viendo el canal 65, el de las telenovelas. Lo supo porque el televisor seguía encendido y se escuchaba la canción que daba por terminada «La otra mujer».

No había rastros de su mamá por ninguna parte, lo que le hizo pensar: «Leyó los libros y ahora está esperándome en mi cuarto muy tranquila con su enorme regaño ya pensado».

Y fue entonces cuando se escucharon pasos veloces en el piso de arriba; Max se preparó mentalmente para recibir el sermón de su madre.

Ésta apareció bajando los escalones apresuradamente, había estado arreglándose para irse al trabajo. Tenía puesto su uniforme y sólo le faltaba maquillarse y cepillarse el cabello. Su expresión y la velocidad con la que bajaba las escaleras indicaba que asustada, pero cuando vio a Max, se detuvo y pareció tranquilizarse.

—¡Cariño, por dios, casi me matas del susto! —exclamó desde la escalera—. Pensé que se habían metido a robar.

—Mamá, sabes que esta es mi hora de llegar —le dijo Max fríamente.

Ella pareció pensarlo y sonrió al recordar el horario de Max.

—Cierto, cariño. ¡Entonces es tardísimo! Se me hace tarde y todavía no estoy lista. —Terminó de bajar los escalones y caminó apresuradamente hacía el espejo. Y mientras se peinaba el cabello, continuó hablando—. Por favor apaga el televisor. En el microondas está la comida. Dejé todo en orden así que no desordenes nada. —Max sólo estaba ahí de pie, haciendo como si la estuviera escuchando, pero en realidad pensaba en lo mala que era la telenovela del canal 65—. Si vas a ver la televisión, recuerda apagarla cuando termines. No gastes todo el café. ¿Entendiste todo cariño?

—Sí, mamá.

—¿Pero por qué no estas apagando el televisor ni haz ido a comer?

Max reacción de inmediato. Fue velozmente hacia el televisor y lo apagó. Luego cruzó el corredor y entró en la cocina. Primero se acercó al microondas. Éste se situaba al lado del fregadero y se podría considerar una antigüedad frente a los otros artefactos en la cocina. Cuando lo abrió, le sorprendió encontrar que la comida se veía apetitosa. Su madre nunca había sido una buena cocinera, pero la carne, centrada cuidadosamente encima de la pasta, y el olor a especias, que destacaba más que ningún otro, parecían querer eliminar esa reputación. Así que le dio un primer bocado.

El sabor era horrible, vaya sorpresa que se había llevado. Su mamá seguía teniendo esa imagen de mala cocinera. Max lanzó el plato lleno de comida en el fregadero, comenzando así su característico desorden. Luego agarró una gaseosa de limón de la nevera y la bebió en tan sólo un sorbo para quitarse el mal sabor de la boca. Dejó la botella encima del microondas y a continuación salió de la cocina, dejándola como si un huracán la hubiera atravesado.

Su mamá estaba junto a la puerta que daba a la calle, tomando su cartera del perchero y su gabardina, estaba lista para marcharse. No se había maquillado, pero ya tendría tiempo para hacerlo en el autobús.

—¡Cariño ya me voy, regreso a las cuatro! –gritó sin darse cuenta de que Max estaba unos pasos detrás de ella—. ¡Recoge tu bolso del suelo!

Y salió de la casa.

«No los leyó», se dijo Max. Estuvo seguro de ello.


Cuando entró en su habitación lo primero que hizo fue asomarse debajo de la cama para buscar la caja.

Palpó con su brazo varias veces al vacío y comenzó a jalar la caja, trayéndose también la sabana y las ropas que había utilizado para cubrirla. Y cuando creyó que podía ponerse de pie, se golpeó fuertemente en la nuca. Con su mano masajeó el doloroso golpe, pero rápidamente se olvidó del mismo porque ya tenía lo que quería y podía comenzar a leer tranquilamente.

—Hola de nuevo —dijo con los brazos cruzados mientras veía la caja.

Esta vez era de mayor tamaño y tenía cinta adhesiva por todas partes. Las letras de color rojo que estaban plasmadas en el cartón indicaban que la caja pertenecía a una agencia de envíos. Prosiguió a quitar la cinta adhesiva, lo que le pareció estresante, era la parte que odiaba de recibir regalos.

Levantó las tapas de la caja y sonrió al encontrar los libros, ordenados exactamente como la vez pasada. Fue sacándolos uno a uno y dejándolos en la cama. Estaba vez sólo eran cuatro, iguales a los otros: de color negro y con números tallados en los bordes. Éstos basaban su línea de numeración según los libros anteriores: siete, ocho, nueve y diez.

Lanzó la caja en el suelo y después colocó los libros en una pila en la mesita de noche. Max ya no estaba nervioso. No tenía miedo. No desconfiaba de nada. Él sabía que el temor que tuvo la noche anterior no podía aparecer de nuevo. Ese miedo no le había permitido utilizar las pistas de los viejos libros a su favor.

Tomó el libro número siete de la mesita de noche y se sentó a leerlo. Al abrirlo, encontró una nota guardada en la primera página:


«Estos libros fueron escritos en el mismo lapso de tiempo que los anteriores. Simbolizan una nueva parte en los libros de mi vida. Sólo se buen lector y adéntrate en la historia. Mi historia, tu historia».


Te regalo un libro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora