Parte 1

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Elisabeth conocía la muerte de primera mano, el pasado invierno acompañó en su fin a una longeva vecina; pero no imaginaba que lo fuera a atrapar a él, el único padre y madre que había conocido. No había cumplido los cincuenta y ya iba a morir. Sin saber qué hacer, le contemplaba a los pies de la cama con los ojos colmados de lágrimas que no permitía escapar.

El viento se dejaba oír golpeando la portezuela del patio, aullando por los rincones. Se colaba por el cerco de la ventana para hacer bailar a su son la llama de la vela, contoneando las sombras del diminuto aposento.

Las gotas amarillentas de cera marcaban con su caída el avance de la noche.

-Debes escuchar a ese hombre, la verdad sobre tus padres. Hubiera preferido desvelártela lejos de aquí, pero ya no hay tiempo... -El moribundo se apagaba.

-Guardad reposo, el médico ha dicho que no gastéis vuestras fuerzas.

Adam movió la cabeza, sabía que su último viaje estaba cercano. Tomó la mano de la joven y la observó con unos ojos, que, aunque ahora estaban rodeados de moradas ojeras, irradiaban el carácter bondadoso con el que había alentado durante años a las gentes de Bristol. No era ni la sombra de lo que fue, ahora su frente había ganado terreno al pelo rubio y canoso, y su bigote se había desbordado a lo largo de la cara.

Cada bocanada de aire le agujereaba el estómago.

Ella rondaba los veinte, aunque su gesto juicioso le hacía aparentar más. Tenía el pelo castaño de su padre y era guapa, como lo fue su madre, de la que había heredado unos ojos, claros y astutos.

El suelo rechinó al ritmo desigual de la cojera de Alec, que se acercó hasta la puerta. La vela perfilaba su corpulenta silueta. Con barba y melena de franjas grises, las rayas de sus telas escocesas se alzaban desde su falda para bordear una camisa que un día fue blanca. El rostro, duro y agrio, coronaba el perfil con dos ojos cansados que relucían en la oscuridad.

No entendía de donde había salido ese hombre. Siempre le habían prevenido sobre los montañeses: rudos y temerarios. Sin embargo, Alec no le era del todo desconocido, recordaba haberle visto merodeando hacía apenas un año, incluso llegó a atribuirle el repentino empeño de Adam por cerrar su negocio y marcharse de la ciudad.

-Comprendo vuestra aflicción. -La voz áspera del hombre contrastaba con su melodioso acento-. Aun así, me ha insistido en que os entregue ahora mi correspondencia.

-Elisabeth, tienes que saber cómo... -el dolor le impidió seguir hablando.

El escocés dejó sobre la mesa una cartera de piel, atada con un cordón oscuro. Cuando salió, la chica, animada por los gestos del enfermo, deshizo los nudos con curiosidad. Al abrirla, el olor a oveja del cuero se mezcló con el humo de la chimenea. En su interior se agolpaban varios manuscritos y cartas de lacre roto. Tomó algunas de ellas: databan de 1664, un año antes de su nacimiento, y las firmaba Emma Norman, su madre.

Un brillo despuntó entre los papeles. Sus dedos lo inspeccionaron en un acto reflejo. Era un herrumbroso medallón con forma de corazón. Las oquedades y restos de pedrería evidenciaban una borrosa figura que antaño adornó su parte central.

Atendió de nuevo a Adam, el dolor le había concedido una tregua que aprovechaba para descansar, así que tomó la primera carta y comenzó a leer.




ANNUS HORRIBILISDonde viven las historias. Descúbrelo ahora