Parte 9

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El capitán Van Goyen, con una andrajosa casaca azul oscuro, contemplaba el final de la escaramuza. Un amasijo de moribundos cubría el suelo. La sangre empapaba los uniformes ingleses que tanto odiaba. Aún recordaba el día en que uno de esos soldados disparó sobre su hermano... y tenía la intención de hacérselo pagar una vez más.

Los supervivientes se alineaban de rodillas de cara al mástil donde habían atado al antiguo capitán.

—Quizás hayáis oído hablar de mí, soy el capitán de navío Van Goyen —anunció con un marcado acento holandés—. ¿Alguno de vosotros pertenece a una familia noble?

El largo, que aún conservaba los moratones de la paliza que le proporcionó Samuel, se levantó y señaló a Walpone.

—El primer oficial es hijo de un secretario del Almirantazgo.

Un hombre corpulento, de amplios mofletes revestidos por una barba canosa de un par de días y pelo corto se acercó a Walpone que continuaba tendido en el suelo. Tras examinarle, bramó algunas palabras en holandés llamando la atención del capitán. Bajo las órdenes del mismo, arrastraron al primer oficial entre varios desarrapados.

El corpulento siguió examinando a lo que quedaba de la tripulación: no había nadie de su interés, pasó a los caídos. Pronto reparó en el cadáver de uno de los piratas. Tras levantarle la cabeza, voceó en perfecto inglés:

—Señor, mi compatriota ha muerto.

Van Goyen se acercó a verificarlo.

—Necesitamos otro inglés... ¿Hay alguien que sepa nadar? Uno de los oficiales levantó la mano.

—Tú no me vales, necesito gente acostumbrada a obedecer órdenes, no a darlas. Vais a morir —aseguró el capitán con su acento holandés—, pero estoy dispuesto a perdonar la vida a uno de vosotros, y ya que ninguno es diestro en el nado, precisaré otras virtudes.

Van Goyen dejó caer un sable estrepitosamente. Los rayos del sol rebotaron en el acero haciéndolo visible a toda la tripulación.

—El cabrón que le quite la vida a vuestro capitán, podrá navegar junto a mí, el resto morirá.

El depuesto capitán levantó desesperado sus ojos de comadreja y apeló al honor de los holandeses. Pocos fueron los ingleses que se atrevieron a mirarle, en sus mentes perduraba el halo de la antigua autoridad haciendo que se avergonzaran por el mero hecho de pensar en traicionarle.

"Contramaestre, aplicad el látigo." Las sombrías palabras del capitán, aún rondaban por la cabeza de Samuel, que se incorporó con dificultad. La rabia y la sed de venganza le habían hecho decidirse antes que sus compañeros. Aunque él no lo sabía, llevaba varios días sin comer por lo que las piernas le fallaban, obligándole a detenerse para recobrar el equilibrio. Al levantar la vista, descubrió que alguien se le estaba adelantando. El marino delgaducho gateaba presuroso hacia el acero.

Recordando aquel día en "La Oca Dorada", Samuel estalló su pie contra la cabeza del marino que rodó a un lado.

El sable le pesó como una viga, dando tiempo al largo para incorporarse con la nariz rota. El resto de sus compañeros, al verles competir por el arma, se animaron a participar en el macabro juego, por lo que tuvo que guardarse de sus ataques apuntándolos con el filo mientras que tambaleándose, se acercaba al capitán.

Vaciló por un momento. Aunque aquellos ojos de comadreja le taladraban el alma, no podía borrar de su memoria la visión del cadáver de David. Su rostro se llenó de furia y buscó la mirada del capitán, que percibiendo su determinación, no ocultó su espanto.

—Espero que Dios os perdone —declaró Samuel antes de hundirle el sable en el pecho—, por qué yo jamás lo haré.

El capitán intentó decir algo, pero la vida se le escapaba y su boca no pudo sino escupir sangre.

A una señal de Van Goyen, sus hombres embistieron brutalmente contra el resto de los ingleses, que desarmados y de rodillas, suplicaron una clemencia que nunca llegó.

Samuel, aún con el sable en la mano, contempló espantado la carnicería.

Van Goyen se aproximó, escupió a un lado y le dijo:

—Hoy es tu día de suerte.

Después le hizo un gesto indicándole que abandonase el barco.

Antes de irse, se acercó al cadáver del maestro tonelero y contempló la contorsión de su desdentada fisonomía. No comprendía cómo un hombre cándido debía morir en mitad de una salvaje matanza, tan esclavo, como los que en su día pretendió vender él. Tras cerrarle los ojos, se apropió de la levita verde que había resguardado a tres generaciones dedicadas a la forja y mimo del barril.

Tuvo que concentrarse para recorrer la escala que conducía a su nuevo barco, todo le daba vueltas. Su nueva tripulación despojó de todo tipo de arma y comida al navío que le hizo preso semanas atrás, para terminar prendiéndolo fuego.

A su antiguo oficial de primera le encerraron en un camarote inferior habilitado como prisión.

Ya en cubierta, los hombres parecían descontentos con el botín. Los escasos sables, mosquetes y pistolas obtenidos eran lo más apreciado, pero la comida capturada dejaba mucho que desear. El capitán y el corpulento de voluminosos carrillos se encaminaron hacia Samuel.

—Te quedarás junto a él —ordenó con su fuerte acento Van Goyen—, y obedecerás en todo lo que establezca.

Samuel asintió con la cabeza mientras se apoyaba sobre un mástil intentando no derrumbarse. Su nuevo compañero lo contempló, y tras regodearse de su debilidad se presentó:

—Me llamo Patrick —comentó esperando una respuesta—. Vendrá bien otro inglés en la tripulación, estoy olvidando mi propio idioma a fuerza de no usarlo.

Samuel sabía lo que suponía unirse a los piratas: pena de muerte, y lo que era peor, una terrible deshonra para su padre. Su pobre padre, no sólo tendría que sufrir su desaparición, sino también la vergüenza entre sus vecinos. De pronto germinó una idea en su cabeza, que en un principio quiso desechar, pero a la que poco a poco se abrazó buscando cobijo para los suyos. Quizás era una ocurrencia despreciable, pero el miedo a que su padre sufriese respondió por él, y cuando se quiso dar cuenta ya estaba hablando.

—Me llamo David, David Lake.

—Bien David, ¿sabes porque te han puesto a mi cargo, capón? Porque soy el único hombre aparte del capitán que hablo inglés. El resto de la tripulación son holandeses, así que tendrás que aprender su lengua cuanto antes. Si me haces caso y sigues las reglas, serás uno más, pero si te pasas de listo, acabarás como el resto de tus jodidos compañeros. Nada de jugar por dinero o peleas con cuchillos a bordo. Más tarde te daré un machete y un mosquete, tienes que tenerlos preparados siempre. Y sobre todo, debes luchar con bravura, cualquier señal de temor será castigada con dureza, ¿entendido?

Samuel afirmó con la cabeza.

—Come y bebe cuanto te den, y sobre todo, obedece al capitán sin reservas. Él odia a todo aquel que no sea holandés, en especial a los ingleses y españoles. Ya has visto cómo se las gasta, aprendió el oficio del mismísimo Francois L'Olonnais. ¿No habéis oído hablar de él? —Ante la negativa de Samuel prosiguió—. L'Olonnais es el azote de los españoles. Disfruta masticando el corazón aún latiente de sus enemigos, escupiéndoselo en la cara.


ANNUS HORRIBILISDonde viven las historias. Descúbrelo ahora