Parte 26

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La sombra de su huraño vigilante le seguía unos pasos atrás. Emma se había acostumbrado tanto a su presencia, que ni siquiera reparaba en él, atendiendo a carros y demás transeúntes que deambulaban con apremio por miedo al contagio.

La iglesia estaba atestada. La inminencia de una muerte cercana aumentaba la fe. El padre Keating cada día tenía más adeptos, guiando las oraciones con una seguridad antaño soterrada por el padre Pritchard. Su porte y tono de voz, ya no le hacían parecer el chico apocado de semanas atrás.

Tomó asiento cerca del fondo. Sus labios murmuraron los rezos con ritmo mecánico, mientras su mente solicitaba ver crecer con salud a su hija y reencontrarse algún día con Samuel.

Dejó pasear su mirada por la iglesia, reconociendo algunas caras, hasta parar en un hombre que sobresalía tras una columna. Sus ojos parecían cansados de buscar y su rostro exhibía una horrible cicatriz. El corazón le dio un vuelco. Si no hubiera sido por la descripción que había dado Frederick jamás le habría reconocido, delgado, malencarado y con un gesto grave labrado en su rostro. Se levantó y anduvo hacia él.

Ambos se miraron. Ella rompió a llorar derrumbándose sobre él, que no pudiéndola ver sufrir, la abrazó. Ante las inquisitorias miradas de los parroquianos, sus bocas se acercaron con una mezcla de anhelo, inquietud, dolor y consuelo, no pudiendo evitar un largo y doliente beso.

—Me dijeron que habías muerto. Cuando apresaron a Van Goyen aseguraron que toda la tripulación de tu barco falleció, excepto un oficial y un tal David.

—Yo soy David.

Emma le contempló de nuevo, su mano subió hasta la cara rasgada.

—¿Qué os han hecho?

—Nada que me haya causado más dolor que vuestro matrimonio.

Durante un largo silencio ella no pudo mirarle a los ojos.

—No tuve elección, tuve que hacerlo... ¿El padre Keating no os ha entregado mi carta? En ella os explico todo.

—No sé nada de vuestra carta —aseguró negando con la cabeza—. ¡Vayámonos, huyamos lejos de todos!

—No podemos, Samuel, hay algo que debéis saber.

Emma distinguió al guardián calvo en la puerta de la iglesia, y apremió a Samuel para que se escondiese tras una columna.

—¿Qué pasa, es Christopher...? Vengo dispuesto a enfrentarme con él.

—No, no lo entendéis. Mi casa siempre está custodiada por tres hombres, antiguos militares y socios de Harris.

El vigía, extrañado de no encontrarla sentada, escudriñó cada banco y rincón.

—Uno de esos hombres está aquí. Si cuenta a mi marido que os ha visto, perderemos por siempre a nuestra hija. —Ante el gesto estupefacto de Samuel se apresuró a exponer la situación—: Cuando os fuisteis estaba encinta. En aquellos dichosos momentos que compartimos en la caseta concebimos a Elisabeth. Es una niña sana y fuerte. Samuel, debéis conocerla. Tuve que casarme con Harris para conservarla, para preservar el fruto del único amor que he tenido.

Las investigaciones del guardián calvo llegaron a la columna donde se ocultaban. Al ver entre la penumbra la figura de Emma, se acercó con paso firme.

—Señora, os he dicho que no habléis con...

Al contemplar la gran cicatriz, el gesto del hombre se tornó en hostilidad.

—Esto no le va a gustar nada al señor —ladró mientras retrocedía asustado.

La lentitud de los primeros pasos en los que se preguntaba si debía atacar o no a Samuel, dejó paso a la precipitación: había decidido ir a informar a Harris.

ANNUS HORRIBILISDonde viven las historias. Descúbrelo ahora