Parte 10

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Adam Silver se levantó de madrugada. Desde que llegó la noticia de la muerte de Samuel, el viejo Gabriel Page había dejado el peso del negocio sobre él.

Salió a la calle, la niebla no dejaba ver más allá de su modesto cerco de madera. Un ruido le hizo pararse en seco, alguien había entrado en su jardín y se ocultaba tras unos arbustos. Su corazón latió con rapidez, ¿algún indigente, un intento de robo...? Distinguió una forma blanca sentada en el suelo y un pelo largo y rubio.

—Por el amor de Dios... Emma, ¿qué haces aquí?

—No sabía dónde ir —sollozó la joven—. No he dormido en toda la noche y creo que voy a perder la razón.

Adam la ayudó a incorporarse, pasó con ella dentro y le ofreció asiento cerca de las ascuas.

—¿Tienes hambre?

Emma negó con la cabeza.

—Ni mi cuerpo ni mi espíritu admiten alimentos.

Adam trajo una tetera de latón, vertió su contenido en una taza y se la ofreció.

—No puedo creer que esté muerto —aseguró ella—. A veces despierto y salgo de casa, creyendo que lo encontraré allí. Estoy segura que murió por el asunto de los esclavos. Si supieras cuanto pienso en aquella noche. Me arrepiento de cada una de mis palabras. Me gustaría poder hablarle, explicarle que él era más importante para mí que todo el dinero del mundo... y ahora... ahora sólo puedo llorarle.

Adam la contempló, frágil como un pajarillo mojado, y pensativo, buscó una solución con tiento, como siempre hacía, intentando no herir los sentimientos ajenos.

—Escríbele una carta. Algunas viudas de náufragos lo hacen y las arrojan al mar.

Emma meditó la idea, las lágrimas brotaron de nuevo.

—Eso no es todo, Adam... Yo, mi padre...

—Está bien, cuéntamelo, y veremos qué podemos hacer.

—Mi padre quiere casarme con Harris.

Cuando regresó a casa, la chica escribió una extensa carta. Al terminar, oprimió el manuscrito sobre su pecho, donde, como de costumbre, descansaba el colgante que Samuel le había regalado el día de su desaparición.

Desde aquel día, se citaron todas las tardes. Paseaban y conversaban como cuando estaba presente Samuel. El hombre volvió a disfrutar de la compañía de la muchacha, que aunque ya no aportaba la alegría de antaño, si le aportaba su belleza y amabilidad, permitiéndole tener conversaciones amenas y distendidas que hacían que las horas de sosiego volasen antes del atardecer. Además, ahora que no les acompañaba Cecilia, sus paseos y diálogos podían ser más íntimos, permitiéndole desnudar su alma ante esa muchacha con la que compartía la desgracia de haber perdido a aquellos que más amaban. Se podía decir que si en un principio él era su apoyo, con el paso de los días era ella la que le ofrecía consuelo.

Adam jamás se hubiera atrevido a cruzar más de dos frases con aquella damita tras la muerte de su amigo, y mucho menos a pasear a solas, pero su compromiso con Harris dejaba claro que no se la iba a permitir guardar luto por la muerte de Samuel.

Christopher Harris se levantó dejando a cada una de sus amantes a un lado. Era agradable tener chimenea en la habitación. Viendo amanecer se abotonó la blusa.

Vecinos a las pecas en forma de lágrima de Sara, sus ojos se abrieron ante el crujido de la madera que provocaban los pasos de Harris. Se incorporó silenciosa y le abrazó por la espalda.

—Ahora eres un hombre rico —susurró—. Vayámonos de Bristol, tú Rosalind y yo.

—¿Y... dónde habríamos de ir?

ANNUS HORRIBILISDonde viven las historias. Descúbrelo ahora