Parte 28

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Se oía el repicar de las doce campanadas cuando Samuel se encaminó hacia la casa. Los guardias le permitieron pasar, tal y como habían acordado.

El símbolo de que alguien estaba afectado, una gran cruz pintada en rojo, prevenía en la fachada. La puerta estaba entreabierta, y la figura de Cecilia le esperaba tras ella. El humo del incienso y las sombras ocultaron la mueca de la sirvienta al contemplar el porte demacrado y astroso del muchacho.

Él desenfundó su daga y la escondió bajo las ropas.

—¿Dónde está Christopher?

—Muerto, ya no hay nadie a quien temer, tan sólo a la peste. Mi señora está muy enferma, no sé cuánto tiempo resistirá. Llorad todo lo que queráis aquí abajo, porque ella necesita sosiego para un buen morir.

Sin más palabras le señaló la habitación.

Atravesó la puerta y la vio. Esplendida, como siempre. Christopher la había maltratado y la enfermedad le había apresado con sus bulbosas manos, pero seguía brillando con luz propia. Quizás fuese así, o quizás esa luz sólo estuviese en los ojos de Samuel, pero Emma vio ese destello reflejado en la mirada del muchacho y, sorprendida, dejó escapar el colgante entre sus manos. Olvidó su enfermedad y el miedo a contagiarle extendiendo su brazo hacia él. Samuel recogió el corazón dorado, tomando su mano tras devolvérselo. Intentando sonreír, se sentó sobre la cama.

—He rezado a Dios con todas las fuerzas que me quedaban para volver a verte antes de morir —articuló con un leve hilo de voz.

La intentó besar en los labios, pero ella, temblorosa, retiró su cabeza.

—Alejaos, no os quiero contagiar.

—Ya no le temo a la muerte.

—Pero a mí sí me aterra. No la mía, la vuestra. Alguien debe cuidar de nuestra hija, Elisabeth.

La mujer indicó la habitación contigua. Él se acercó y descubrió que sus ojos se llenaban de lágrimas al toparse con los del diminuto ser que descansaba en una canastilla.

Volvió al dormitorio de la madre, y tras acariciarle el pelo, le propinó un largo y delicado abrazo. Sus lágrimas fueron correspondidas en los ojos de su antigua prometida, y el mundo se detuvo, sin importar el tiempo que habían estado separados, los problemas anteriores o los que quedaban por venir. Aquel abrazo eterno, colmado de sentimiento, regado de lágrimas, y envuelto por los rayos del sol de la ventana, impregnó por siempre la oscura habitación.

Cecilia se acercó con intención de separar a los dos jóvenes, pero no pudo atravesar el dintel. Aquel sentimiento era demasiado fuerte para ser truncado. Qué más daba si le contagiaba. Para qué nos sirve la vida si perdemos los momentos por los que merece la pena vivir. Ella lo daría todo por repetir uno de esos momentos con su marido o sus hijos. Cerró los ojos y se dio la vuelta, no debía molestar.

Samuel aprendió a atender a la niña siguiendo las indicaciones de Cecilia que le apremiaba a instruirse por si la enfermedad le alcanzaba a ella. Él, principiante en este tipo de menesteres, ponía los cinco sentidos.

Volvió al lado de Emma, se retorcía de dolor. Cuando el malestar perdió fuerza el silencio reinó en la habitación. Samuel, quiso romperlo:

—Encontré vuestro escrito —afirmó sacando la carta de un bolsillo.

—Sólo uno de ellos —respondió ella mientras regresaba el dolor.

El malestar había retornado, aun así, la joven hizo acopio de fuerzas para indicar hacia un cajón. Samuel encontró varios pañuelos, un frasco de perfume, piezas de jabón y un buen manojo de manuscritos atados por una cinta granate.

ANNUS HORRIBILISDonde viven las historias. Descúbrelo ahora