No te han hecho el uniforme a medida, ¿verdad? -comentó Patrice, alisándose la falda mientras nos preparábamos para el primer día de clase.
¿Cómo no me había dado cuenta antes? Las alumnas «legítimas» de Medianoche habían enviado sus uniformes a un sastre para que les metiera a las camisas por aquí o a las faldas por allá y conseguir que quedaran elegantes y favorecedores en vez de ramplones y asexuales. Como el mío.
-No, no se me ocurrió.
-Pues nunca lo olvides -dijo Patrice-. La ropa a medida es un mundo a parte. Ninguna mujer debería descuidar su aspecto.
Ya me había dado cuenta de lo mucho que le gustaba dar consejos y demostrar lo sofisticada e inteligente que era, algo que me habría fastidiado bastante de no ser porque tenía toda la razón del mundo. Lancé un suspiro y seguí con lo mío: intentar que el cabello no me quedara abultado detrás de la cinta. Tarde o temprano vería a Lucas y quería tener el mejor aspecto posible, o al menos el mejor posible con aquella piltrafa de uniforme.
Después de hacer una larga cola en el gran vestíbulo, recogimos el listado de las asignaturas que nos habían asignado. Nos iban entregando una hoja de papel de uno en uno, tal como se había hecho durante cientos de años. Los alumnos que iban acercándose armaban bastante menos escándalo que los de mi antigua escuela en su misma situación. Parecía que todo el mundo conocía el funcionamiento.
Aunque tal vez lo del silencio solo fueran imaginaciones mías. Era como si mi ansiedad engullera el sonido y lo enmudeciera todo, hasta tal punto que empecé a preguntarme si alguien me oiría en el caso de ponerme a gritar.
Patrice no se separó de mí la primera hora, pero solo porque íbamos juntas a la primera clase, la asignatura de Historia estadounidense que impartía mi madre, el único pariente que tendría por profesor. En vez de la clase de Biología de mi padre, un tal profesor Iwerebon sería el encargado de darme Química. Me sentía incómoda caminando junto a Patrice sin saber qué decir, aunque tampoco tenía nada mejor que hacer... hasta que vi a Lucas. La luz que se colaba a través del cristal escarchado de los pasillos bañaba de bronce su cabello castaño dorado. Al principio creí que nos había visto, pero siguió caminando sin perder paso.
Esbocé una sonrisa.
-Nos vemos luego, ¿vale? -le dije a Patrice, alejándome de ella. Patrice se encogió de hombros mientras buscaba otras amigas con quienes pasear-. Lucas -lo llamé.
Ni siquiera pareció oírme. No quería ponerme a gritar, así que apreté el paso para darle alcance. Iba en dirección contraria a la mía -por lo visto no estaría en la clase de mi madre-, pero estaba dispuesta a correr el riesgo de llegar tarde.
-¡Lucas! -insistí, esta vez más alto.
Se volvió lo justo para ver quién lo llamaba y luego miró a su alrededor, como si le preocupara que alguien nos oyera.
-Eh, ¿qué tal?
¿Dónde estaba mi protector del bosque? El chico que tenía delante no se comportaba como si se preocupara por mí, sino como si no me conociera. Aunque en realidad no me conocía, ¿verdad? Habíamos hablado una sola vez y en el bosque, cuando había intentado salvarme la vida y yo se lo había agradecido haciéndole callar. Solo porque yo creyera que eso era el inicio de algo no significaba que lo fuera.
De hecho, daba la impresión de que no me conocía de absolutamente nada. Lucas volvió la cabeza un segundo, me saludó fugazmente con la mano y un gesto de cabeza, como cuando alguien saluda a un conocido cualquiera, y siguió caminando hasta que desapareció entre la multitud.
Ahí estaba, me acababan de dar calabazas. Me pregunté cómo era posible que entendiera a los chicos aún menos de lo que creía.
El lavabo de las chicas de esa planta estaba cerca, así que me colé en uno de los compartimentos y me rehice como pude en vez de echarme a llorar. ¿Qué había hecho mal? A pesar de lo extraño que había sido nuestro primer encuentro, Lucas y yo habíamos acabado manteniendo una conversación tan íntima como las que tenía con mis mejores amigas. Tal vez no supiera mucho de chicos, pero estaba convencida de que habíamos conectado. Me había equivocado. Volvía a estar sola en Medianoche y me sentía mucho peor que antes.
Cuando por fin me hube calmado, salí corriendo hacia la clase de mi madre, a la que por poco llego tarde. Ella me fulminó con la mirada y yo me encogí de hombros y me apoltroné en uno de los pupitres de la última fila. Entonces pasó de inmediato del modo madre al modo profesora.
-Veamos, ¿quién sabría decirme algo sobre la guerra de la Independencia? -Juntó las manos y miró expectante a sus alumnos. Me arrellané en el asiento, aunque sabía que no me preguntaría en la primera clase. Únicamente quería que supiera cómo me sentía al respecto. Un chico que se sentaba a mi lado levantó la mano para alivio de todos los demás. Mi madre sonrió levemente-. ¿Y usted es el señor...?
-Moore. Balthazar Moore.
Lo primero que debería saberse de él es que tenía el aspecto de alguien que podía llevar el nombre de «Balthazar» sin que nadie se burlara. Le quedaba bien. Parecía muy tranquilo por lo que mi madre pudiera preguntarle, pero sin la insolencia de la mayoría de los chicos de la clase; solo parecía seguro de sí mismo.
-Bien, señor Moore, si tuviera que resumir las causas de la guerra de la Independencia, ¿qué diría?
-Que las cargas impositivas establecidas por el Parlamento británico fueron la gota que colmó el vaso. -Hablaba con facilidad, sin prisas. Balthazar era grande y fornido, tanto que apenas cabía en el viejo pupitre de madera. Su postura convertía la incomodidad en elegancia, como si prefiriera mil veces estar repantingado que sentarse derecho-. Aunque a la gente también le preocupaba la libertad política y de religión, por descontado.
Mi madre enarcó una ceja.
-De modo que, Dios y la política son poderosos pero, como siempre, el dinero es el motor del mundo. -Se oyeron tímidas risitas por toda la clase-. Hace cincuenta años, ningún profesor de instituto estadounidense habría mencionado los impuestos. Hace un siglo, la conversación habría girado en torno a la religión. Hace ciento cincuenta años, la respuesta habría dependido del lugar de residencia. En el norte, os habrían hablado de la libertad política. En el sur, os habrían enseñado sobre la libertad económica, la cual, claro está, era impensable sin la esclavitud. -A Patrice se le escapó un bufido desdeñoso-. Y por descontado, en Gran Bretaña habría quien hubiera descrito a Estados Unidos como un estrambótico experimento intelectual condenado al fracaso.
Risas de nuevo: comprendí que mi madre se había ganado a toda la clase. Incluso Balthazar esbozó una sonrisa, tan encantadora que casi consiguió hacerme olvidar a Lucas.
De acuerdo, no. Pero esa sonrisa zalamera le hacía ganar muchos puntos.
-Y eso, más que cualquier otra cosa, es lo que quisiera que aprendierais sobre la historia. -Mi madre se remangó la chaqueta de punto y escribió en la pizarra: «Interpretaciones evolutivas»-. La idea que la gente tiene del pasado cambia tanto como lo hace el presente. La imagen en el retrovisor cambia a cada instante. Para comprender la historia, no es suficiente con conocer los nombres, las fechas y los lugares. Estoy convencida de que muchos de vosotros ya os los sabéis. Sin embargo, debéis aprender a distinguir las distintas interpretaciones que se le han dado a los acontecimientos históricos a lo largo de los siglos. Ese es el único modo de tener una perspectiva que resista el paso del tiempo, y es en eso en lo que este año centraremos gran parte de nuestros esfuerzos.
La gente se inclinó hacia delante, abrió sus libros y miró a mi madre completamente fascinada. En ese momento, comprendí que más me valía ponerme a tomar apuntes, como todos los demás. Puede que me quisiera más que a nadie, pero no dudaría en catearme la primera si tenía que hacerlo.
La hora pasó volando. Los alumnos no dejaban de hacerle preguntas para ponerla a prueba y las respuestas les convencieron. Mientras tomaban apuntes, sus plumas se movían a una velocidad que nunca hubiera creído posible y, en más de una ocasión, sentí que me entraba rampa en los dedos. Hasta ese momento no había caído en lo competitivos que iban a ser mis compañeros. No, no es del todo cierto, era evidente que eran competitivos en cuanto a la ropa, las posesiones y las pretensiones amorosas. Esa voracidad pendía en el aire que los envolvía. En lo que no había caído era que también iban a serlo en clase. Daba igual de lo que se tratara, en Medianoche todo el mundo quería ser el mejor en todo.
En fin, un poco de presión de nada...
-Tu madre es fantástica -me dijo Patrice, emocionada, en el pasillo, después de clase-. Tiene una visión global, ¿sabes a qué me refiero? Que no es nada estrecha de miras. La verdad, hay muy poca gente así.
-Sí, bueno... Espero parecerme a ella. Algún día.
En ese momento Courtney dobló la esquina. Llevaba el cabello rubio recogido en una coleta muy tirante que le hacía arquear las cejas con un aire aún más desdeñoso. Patrice se puso tensa. Por lo visto, aceptarme a su lado no implicaba tener que defenderme delante de Courtney, así que me preparé para recibir su arrogante comentario de turno. Sin embargo, podría decirse que me sonrió, aunque era evidente que Courtney pensaba que estaba siendo mucho más atenta conmigo de lo que me merecía.
-Este finde, fiesta -dijo-. El sábado. Junto al lago. Dejaremos pasar una hora después del toque de queda.
-Perfecto.
Patrice encogió un solo hombro, como si le importara tres pimientos que la invitaran a la que probablemente sería la mejor fiesta de Medianoche de ese semestre, al menos hasta el Baile de otoño. ¿O los bailes formales no molaban? Mis padres me lo habían pintado como el mayor acontecimiento del año, aunque ya había quedado claro que sus opiniones acerca de Medianoche y las mías distaban bastante.
La duda que me asaltó sobre los bailes me había impedido responder a Courtney, quien no me quitaba ojo, claramente molesta por no haberme deshecho en agradecimientos.
-¿Y bien?
Si hubiera sido un poco más atrevida, le habría dicho que era una pedante y una pelmaza y que tenía mejores cosas que hacer que ir a su fiesta.
-Esto... Sí, genial, será genial -fue lo único que conseguí decir, en cambio.
Patrice me dio un ligero codazo mientras Courtney se alejaba por el pasillo muy digna, al compás del balanceo de su coleta rubia.
-¿Lo ves? Te lo dije. La gente te aceptará porque eres... Bueno, porque eres su hija.
¿Qué tipo de desgracia humana había que ser para ascender en el ranking de popularidad del instituto gracias a tus padres? Sin embargo, tampoco podía permitirme despreciar la aceptación que me ganara, viniera de donde viniera.
-Por cierto, ¿de qué tipo de fiesta se trata? Es decir, ¿se va a hacer en los alrededores? ¿Y de noche?
-Tú ya has ido a alguna fiesta antes, ¿verdad?
A veces Patrice no se diferenciaba tanto de Courtney.
-Claro -contesté, pensando en las fiestas de cumpleaños de cuando era pequeña, aunque Patrice no tenía por qué saberlo-. Solo me preguntaba si... Iba a haber bebida.
Patrice se echó a reír como si hubiera dicho algo gracioso.
-Por favor, Bianca, madura.
Echó a andar hacia la biblioteca y me dio la impresión de que no quería que la siguiera, así que me volví sola a nuestro dormitorio.
No sabía cómo, pero todos pensaban que mis padres molaban. ¿Es que eso se saltaba una generación?