Volvía a ascender la larga escalera de caracol hasta llegar al último piso de la torre, todavía temblorosa a causa de la descarga de adrenalina. Esta vez no me molesté en no hacer ruido. Dejé resbalar al suelo la bandolera que llevaba al hombro y me desplomé en el sofá. Me habían quedado unas cuantas hojas enredadas en el pelo y empecé a quitármelas.
-¿Bianca? -Mi madre salió de su dormitorio, anudándose el cinturón de la bata. Me sonrió somnolienta-. ¿Has madrugado para ir a dar un paseo, corazón?
-Sí -contesté, con un suspiro. Ya no valía la pena montar una escena dramática.
Mi padre salió a continuación y la abrazó por detrás.
-No puedo creer que nuestra niñita ya esté en la Academia Medianoche.
-El tiempo pasa tan rápido... -se lamentó mi madre con un suspiro-. Cuanto mayor te haces, más rápido pasa.
Mi padre sacudió la cabeza.
-Lo sé.
Refunfuñé. Siempre decían lo mismo y habíamos convertido en una especie de broma el fastidio que me producía. Las sonrisas de mis padres se ensancharon.
«Parecen muy jóvenes para ser tus padres», solía comentar la gente de mi pueblo, aunque lo que en realidad querían decir era «demasiado guapos». En ambos casos era cierto.
El cabello de mi madre tenía un tono acaramelado y el de mi padre era de un rojizo tan oscuro que casi parecía negro. Mi padre era de estatura media, pero musculoso y robusto, mientras que mi madre era más bien pequeñita. La cara de mi madre era perfecta y ovalada, como un camafeo antiguo, mientras que mi padre tenía una mandíbula cuadrada y una nariz que parecía haber participado en más de una pelea de juventud, aunque en su rostro hacía un buen efecto. En cuanto a mí... Mi cabello tenía una tonalidad rojiza que solo podía describirse así: rojizo; y mi piel era tan blanca que padecía de una palidez más mortuoria que antigua. Allí donde mi ADN podría haber girado a la derecha, había dado un brusco viraje a la izquierda. Mis padres me decían que me convertiría en una mujer muy guapa, pero eso es lo que suelen decir todos los padres.
-Vamos a darte algo de desayunar -dijo mi madre, dirigiéndose a la cocina-. ¿O ya has tomado algo?
-No, todavía no.
Caí en la cuenta de que no habría sido una mala idea haber comido algo antes de mi gran escapada, me rugían las tripas. Si Lucas no me hubiera detenido, en esos momentos estaría vagando por el bosque con un hambre de lobo y con una larga caminata hasta Riverton por delante. Menudo plan de fuga.
En ese instante, me vino a la mente la imagen de Lucas abalanzándose sobre mí y los dos rodando entre la hierba y las hojas. Me había dado un susto de muerte y me estremecí al recordarlo, aunque ahora por razones bien distintas.
-Bianca. -Mi padre parecía muy serio y lo miré con sentimiento de culpabilidad. ¿Acaso había adivinado lo que estaba pensando? Enseguida comprendí que estaba volviéndome paranoica, aunque era indudable que mi padre no sonreía cuando se sentó a mi lado-. Sé que no es lo que más deseas, pero Medianoche es importante para ti.
Era el mismo tipo de charla que me daba cuando era pequeña antes de tener que tragarme el jarabe para la tos.
-No quiero volver a tener esta conversación ahora.
-Adrián, déjala en paz. -Mi madre me tendió un vaso antes de regresar a la cocina, donde había algo friéndose en una sartén-. Además, como no espabilemos, vamos a llegar tarde a la reunión del profesorado previa a la presentación.
Mi padre consultó la hora y rezongó.
-¿Por qué ponen estas cosas tan pronto? Como si a alguien le apeteciera bajar ahí abajo a estas horas.
-Cuánta razón tienes -murmuró ella.
Para ellos, cualquier hora antes del mediodía era demasiado pronto. Sin embargo, habían trabajado de profesores desde que yo tenía memoria, sin olvidar ni un solo día su larga contienda con las ocho de la mañana.
Acabaron de prepararse mientras me tomaba el desayuno, me gastaron unas cuantas bromas con intención de animarme y me dejaron sola sentada a la mesa. Pues bueno. Bastante después de que bajaran la escalera y las manecillas del reloj se arrastraran sigilosas hacia la hora de la presentación, yo seguía en la silla. Creo que intentaba convencerme de que, mientras no me acabara el desayuno, no tendría que ir a conocer a todas esas personas nuevas.
El hecho de que Lucas estuviera entre ellas -una cara amiga, un protector- ayudaba un poco. Aunque no mucho.
Finalmente, cuando fue obvio que no podía posponerlo más, entré en mi habitación y me puse el uniforme de Medianoche. Odiaba el uniforme; nunca había tenido que llevarlo. Sin embargo, lo peor de todo fue que, al entrar en mi dormitorio, volví a recordar la extraña pesadilla que había tenido esa noche.
Una camisa blanca almidonada.
Espinas arañándome la piel, azotándome, animándome a regresar.
Una falda roja plisada.
Pétalos abarquillándose y ennegreciéndose, como si ardieran en medio de una hoguera.
Un jersey gris con el escudo de Medianoche.
Vale, ¿no es esta una buena ocasión para dejar de ser una morbosa sin remedio? ¿Como ya, por ejemplo?
Decidida a comportarme como una adolescente normal y corriente, al menos el primer día de clase, me miré en el espejo. El uniforme no me quedaba precisamente mal, aunque tampoco de muerte. Me hice una coleta, me sacudí una ramita que antes se me había pasado por alto y decidí no darle más vueltas: ya estaba preparada.
La gárgola seguía mirándome con insistencia, como si se preguntara cómo era posible que alguien pudiera tener esa pinta. O tal vez se estuviera burlando por el estrepitoso fracaso de mi plan. Al menos ya no tendría que mirar su horripilante cara. Me puse derecha y salí de mi dormitorio... por última vez: dejaba de pertenecerme desde ese momento en adelante.
Había estado viviendo en el internado con mis padres el último mes, por lo que había tenido tiempo para explorar la escuela de arriba abajo: desde el gran vestíbulo hasta las aulas magnas de la planta baja, que después se dividían en dos torres enormes. Los chicos vivían en la torre norte con parte del profesorado, y además había un par de habitaciones que olían a moho y estaban llenas de archivadores, donde por lo visto iban a parar todos los expedientes. Las chicas se alojaban en la torre sur, junto al resto de las estancias del profesorado, incluidas las de mi familia. Las plantas superiores del edificio principal, sobre el gran vestíbulo, albergaban las aulas y la biblioteca. Con el tiempo, habían ampliado y hecho adiciones a Medianoche, por lo que no todas las secciones compartían el mismo estilo o guardaban perfecta simetría con el resto. Había algunos pasillos serpenteantes que no conducían a ninguna parte. Desde la habitación de mí torre estudiaba el tejado, un manto de retazos de arcos, tabillas y estilos diferentes. Había aprendido a moverme por el edificio y sus alrededores, era el único modo en que me sentiría preparada para afrontar lo que vendría a continuación.
Volví a bajar los escalones. Daba igual las veces que hubiera hecho ese camino, siempre tenía la sensación de que caería rodando por la desgastada escalera hasta el último peldaño. Mira que eres tonta preocupándote por pesadillas con flores marchitas o por caerte por la escalera, me dije. Me aguardaba algo bastante más terrorífico.
Llegué abajo y salí al vestíbulo. Esa misma mañana, más temprano, todo estaba en silencio, como en una catedral. En esos momentos, estaba abarrotado de gente y sus voces resonaban por todas partes. A pesar del bullicio, tuve la sensación de que mis pasos retumbaban en la sala porque varias personas se volvieron hacia mí a la vez; era como si todo el mundo se hubiera vuelto a mirar al intruso, como si llevara colgada al cuello una señal de neón que dijera: LA NUEVA.
Los alumnos, reunidos en corros demasiado apretados para que pudiera entrar un recién llegado, volvieron rápidamente sus vivos ojos oscuros hacia mí. Fue como si incluso pudieran sentir el aleteo aterrado de mi corazón. Todos me parecían igual, no de una manera clara y precisa, sino por la perfección que compartían. A todas las chicas les brillaba el pelo, ya lo llevaran suelto sobre los hombros o recogido en un pulcro moño. Todos los chicos parecían seguros de sí mismos y vigorosos, con sonrisas que les servían de máscaras. Todo el mundo vestía el uniforme: jerséis, faldas, chaquetas y pantalones en todas las variaciones posibles: grises, rojas, a cuadros, negros. Todos llevaban el escudo del cuervo bordado y lo lucían como si fuera el blasón de su familia. Todos derrochaban seguridad, superioridad y desdén. Sentí el calor que desprendía allí de pie, en la periferia de la estancia, cambiando de un pie a otro, incómoda.
Nadie me saludó.
El murmullo general volvió a imponerse de inmediato. Por lo visto, las chicas nuevas desgarbadas no merecían más que unos instantes de atención. Tenía las mejillas encendidas por la vergüenza, porque era obvio que ya había hecho algo mal, aunque no conseguía imaginar qué podría ser. ¿O acaso habían sentido, igual que yo, que en realidad no iba a encajar allí?
Me pregunté dónde estaría Lucas. Alargué el cuello, buscándolo entre la multitud. Creía poder enfrentarme a todo aquello si Lucas estaba a mi lado. Tal vez era una tontería albergar ese tipo de sentimientos hacia un chico a quien apenas conocía, pero me daba igual. Lucas tenía que estar por alguna parte, aunque no consiguiera encontrarlo. Me sentía completamente sola en medio de toda esa gente.
A medida que iba bordeando la estancia hacia un rincón, empecé a fijarme en que había otros alumnos en la misma situación que yo o, al menos, que también eran nuevos. Un chico rubio con moreno de playa llevaba la ropa tan arrugada que daba la impresión de haber dormido con ella puesta, aunque precisamente allí no parecía que ir superinformal fuera a hacerte ganar puntos. Debajo de la chaqueta, aunque encima del jersey, llevaba abierta una camisa hawaiana de colores tan chillones que se desgañitaban en la penumbra de Medianoche. También había una chica de cabello muy oscuro y cortito, tan corto que parecía un chico. El corte de pelo no era desenfadado y juvenil, sino que daba la impresión de habérselo hecho con una navaja de afeitar como mejor le había parecido. El uniforme, dos tallas más grande, le colgaba de los hombros. Era como si la gente se apartara de ella, como si los repeliera un campo de energía. Como si fuera invisible. Le habían colgado el sambenito de insignificante incluso antes de la primera clase.
¿Que cómo podía estar tan segura? Pues porque también me había ocurrido a mí. Estaba atrapada en la periferia de la multitud, apabullada por el barullo, intimidada por el vestíbulo de piedra y tan perdida como pudiera estarse.
-¡Atención!
La voz retumbante quebró el bullicio y lo redujo a silencio. Todos nos volvimos a la vez hacia el extremo del gran vestíbulo, donde la señora Bethany, la directora, había subido al estrado.
Era una mujer alta, de abundante cabello oscuro que llevaba recogido en el cogote, como las mujeres de la época victoriana. Me resultó imposible adivinar su edad. Llevaba una blusa de puntilla que se cerraba con un broche dorado en el cuello. Si consideras que la severidad es sinónimo de belleza, no habría nadie más atractivo que ella. La había conocido cuando mis padres y yo nos instalamos en los alojamientos del profesorado, y ya entonces me había intimidado un poco, aunque me obligué a recordar que apenas la conocía.
En cualquier caso, en esos momentos parecía más imponente aún. Al ver con qué inmediatez y facilidad imponía el orden en aquella sala llena de gente -la misma que me había excluido de mutuo y tácito acuerdo antes de darme la oportunidad de que se me ocurriera algo que decir-, comprendí por primera vez que la señora Bethany tenía poder. Y no se trataba del poder que acompaña de manera inherente al cargo de directora, sino al poder real, al innato.
-Bienvenidos a Medianoche -dijo, abriendo las manos en un gesto de acogida. Tenía las uñas largas y traslúcidas-. Algunos de ustedes ya han estado aquí antes. Otros habrán oído hablar acerca de la Academia Medianoche durante años, tal vez a sus familias, y se habrán preguntado si alguna vez entrarían en nuestra escuela. Este año, además, también contamos con un nuevo tipo de estudiantes, resultado de un cambio en la política de admisión. Creemos que ha llegado el momento de que nuestros alumnos conozcan un mayor abanico de gente de orígenes variopintos y, de este modo, prepararlos mejor para el mundo que les espera al otro lado de las paredes de nuestra institución. Todos tenemos mucho que aprender de estos otros estudiantes, y estoy segura de que los tratarán con el respeto que se merecen.
Para el caso, ya podría haber pintado con aerosol en gigantescas letras rojas: ALGUNOS DE VOSOTROS NO ENCAJÁIS AQUÍ. La «nueva política de admisiones» era sin duda la responsable de la presencia del surfista y la chica del pelo corto. Por lo visto, ni siquiera se los consideraba «verdaderos» alumnos de Medianoche, sino que únicamente representaban una experiencia educativa para los alumnos «legítimos».
Yo no formaba parte de la nueva política. Si no hubiera sido por mis padres, no habría estado allí. En otras palabras: ni siquiera era lo bastante diferente a ellos para que me consideraran uno de los marginados.
-En Medianoche no tratamos a nuestros alumnos como si fueran niños. -La señora Bethany no se dirigía a nadie en concreto, sino que parecía limitarse a otear por encima de todos con una especie de mirada distante que, sin embargo, abarcaba todo lo que entraba dentro de su campo de visión-. Han venido aquí a aprender a manejarse como adultos del siglo XXI, y así es como se espera que se comporten. Sin embargo, eso no significa que Medianoche carezca de normas. La posición que ocupamos nos exige mantener la más estricta de las disciplinas. Esperamos mucho de ustedes.
No comentó cuáles serían las repercusiones en el caso de saltarse las normas, pero mucho me temía que los castigos solo serían el aperitivo.
Me sudaban las manos. Estaba cada vez más sonrojada y tenía la impresión de que llamaba la atención como una bengala. Me había prometido ser fuerte y no permitir que la gente me intimidara, pero las palabras se las lleva el viento. Los altos techos y las paredes del gran vestíbulo parecían cerrarse sobre mí. Incluso sentí que empezaba a quedarme sin aire.
Mi madre se las arregló para llamar mi atención sin hacerme ningún gesto ni llamarme por mi nombre, como suelen hacer las madres. Mis padres estaban en uno de los extremos de la hilera de profesores esperando a que los presentaran y ambos me sonrieron con confianza. Querían verme disfrutar del momento.
Esa esperanza infundada fue lo que colmó el vaso. Ya era bastante duro tener que combatir el miedo para encima verme obligada a enfrentarme a su decepción.
-Las clases empezarán mañana -concluyó la señora Bethany-. Por hoy, instálense en sus habitaciones, preséntense a sus compañeros, paséense por las instalaciones. Contamos con que estén preparados. Es un placer tenerles aquí y esperamos que sepan aprovechar su estancia en Medianoche.
La sala estalló en aplausos y la señora Bethany los agradeció con una leve sonrisa y una caída de ojos, un parpadeo lento y satisfecho como el de un gato bien alimentado. A continuación, el murmullo generalizado volvió a imponerse en la habitación, más bullicioso que antes. Solo había una persona con la que me apeteciera hablar y estaba claro que esa podría ser la única persona a la que tal vez le interesara hablar conmigo.
Rodeé toda la sala manteniendo la espalda siempre pegada a la pared. Lo busqué entre la multitud con desesperación, anhelando atisbar un destello del cabello castaño dorado de Lucas, sus anchas espaldas o esos ojos verde oscuro. Si yo lo buscaba y él me buscaba a mí, tarde o temprano teníamos que encontrarnos. A pesar del pánico que me provocaban las masificaciones de gente, y de mi tendencia a exagerarlas, sabía que solo había unos doscientos alumnos en aquel lugar.
Me dije que Lucas sobresaldría, que no era como los demás: frío, pedante y vanidoso. Sin embargo, enseguida comprendí lo equivocada que estaba. Lucas no era pedante, pero compartía el mismo aspecto: rasgos bellos y definidos, el mismo cuerpo de perfectas proporciones y la misma... en fin, la misma perfección. No destacaría demasiado en medio de aquellas personas tan perfectas porque en realidad formaba parte de ellas.
A diferencia de mí.
A medida que profesores y alumnos se dispersaban, el gentío fue menguando poco a poco. Me quedé deambulando por allí hasta que casi fui la única que quedó en el gran vestíbulo. Estaba convencida de que Lucas vendría a buscarme. El sabía lo asustada que estaba y se sentía responsable por haberme asustado aún más. ¿Es que ni siquiera querría saludarme?
Sin embargo, no apareció. Al final tuve que aceptar que lo había juzgado mal y eso significaba que no me quedaba más remedio que ir a conocer a mi compañera de habitación.
Subí los escalones de piedra lentamente. Mis zapatos nuevos de suelas duras repiqueteaban contra el suelo y mis pasos resonaban con gran escándalo. Lo que me hubiera apetecido era seguir subiendo hasta la última planta y dirigirme derecha al alojamiento para el profesorado de mis padres, pero sabía que me enviarían escalera abajo de inmediato en cuanto abriera la puerta. Tenía tiempo de sobra para recoger mis cosas y mudarme definitivamente después de comer. Por el momento, la primera prioridad era «instalarme».
Intenté mirarlo por el lado positivo. Tal vez la escuela intimidara a mi compañera de habitación tanto como a mí. Seguramente las cosas serían más sencillas si me tocara convivir con otra «marginada». Iba a ser una tortura tener que vivir con una extraña, verme obligada a compartir el mismo espacio con alguien a quien no conocía, incluso de noche, aunque esperaba que se me acabara pasando. Ni en mis mejores sueños imaginaba hacer amistad con nadie.
En el impreso ponía «Patrice Devereaux». Intenté relacionar el nombre con la chica que recordaba, pero no le pegaba, aunque, ¿quién podía saberlo?
Abrí la puerta y descubrí, con el alma en los pies, que el nombre de mi compañera le iba como anillo al dedo. No era ninguna marginada. En realidad era la mismísima personificación del prototipo Medianoche.
El cutis de Patrice tenía la tonalidad de un río al amanecer, una piel exquisitamente tostada y suave, y llevaba el cabello rizado recogido en un moño flojo que dejaba a la vista sus pendientes de perla y un esbelto cuello. Estaba sentada delante del tocador y me miró mientras ordenaba cuidadosamente sus botes de laca de uñas.
-Así que tú eres Bianca -dijo. Ni apretones de manos, ni abrazos, solo el tintineo de los botes de laca de uñas contra el tocador: rosa pálido, coral, melón, blanco-. No eres como esperaba.
Miles de gracias.
-Lo mismo digo.
Patrice ladeó la cabeza y me escudriñó con la mirada. Me pregunté si ya nos odiábamos. Alzó una mano con una manicura perfecta y empezó a dejar claros varios puntos contando con los dedos.
-Puedes ponerte mi perfume, pero no las joyas ni la ropa. -No mencionó el caso contrario, pero era bastante evidente que en la vida se le pasaría por la cabeza-. En principio estudiaré casi siempre en la biblioteca, pero si quieres trabajar aquí, dímelo y hablaré con mis amigas en otro lugar. Si me ayudas en las asignaturas que se te den bien, haré lo mismo por mi parte. Estoy segura de que ambas podemos aprender muchas cosas la una de la otra. ¿Alguna objeción?
-Todo perfecto.
-De acuerdo. Nos llevaremos bien.
Creo que me habría dejado mucho más patidifusa si Patrice hubiera fingido una falsa amistad de buenas a primeras. Por decirlo finamente, me quedó bastante claro que a Patrice no le gustaba andarse por las ramas.
-Me alegro -dije-. Sé que somos... diferentes.
Ni siquiera se molestó en protestar.
-Tus padres son profesores de la escuela, ¿no?
-Sí, ya veo que las noticias vuelan.
-Te irá bien. Cuidarán de ti.
Intenté agradecérselo con una sonrisa, rezando para que tuviera razón.
-¿Ya has estado antes en Medianoche?
-No, es la primera vez -contestó Patrice, como si cambiar por completo de vida fuera para ella tan sencillo como calzarse un par de zapatos de diseño recién comprados-. Es preciosa, ¿no crees?
Me guardé mi opinión sobre el estilo arquitectónico del edificio.
-Pero has dicho que tenías amigas aquí.
-Sí, claro. -Su sonrisa era tan etérea como todo lo relacionado con ella, desde el brillo amelocotonado de sus labios hasta el perfume y los botes de laca de uñas cuidadosamente ordenados en el tocador-. Courtney y yo nos conocimos en Suiza el invierno pasado. Con Vidette hice amistad cuando estuve en París. Y Genevieve y yo pasamos un verano juntas en el Caribe. ¿Fue en Santo Tomás? Igual fue en Jamaica. No lo recuerdo bien.
Mi pueblo de mala muerte me pareció más soso que nunca.
-Ah, entonces vosotros... soléis moveros en los mismos círculos.
-Más o menos. -Un poco tarde, Patrice pareció darse cuenta de lo incómoda que me sentía-. También acabarán siendo los tuyos.
-Ojalá estuviera tan segura como tú.
-Ya lo verás. -Patrice vivía en un mundo en que los veranos interminables en los trópicos estaban al alcance de todos. Me fue imposible imaginar que algún día formara parte de aquello-. ¿Conoces a alguien de aquí? Además de a tus padres, claro.
-Solo a la gente que he conocido esta mañana.
Lo que sumaba la apabullante cantidad de dos personas: Lucas y Patrice.
-Tendremos mucho tiempo para hacer amistades -aseguró Patrice con decisión, siguiendo con la distribución de sus cosas: pañuelos de seda de color marfil, medias de tonalidad marrón o gris paloma. ¿Dónde pensaba lucir esas cosas tan elegantes? Tal vez para Patrice era inimaginable viajar sin ellas-. Me han dicho que Medianoche es el lugar perfecto donde conocer hombres.
-¿Conocer hombres?
-¿Sales con alguien?
Iba a hablarle de Lucas, pero me detuve. No sé qué había ocurrido entre nosotros en el bosque, pero estaba segura de que significaba algo; sin embargo, lo que sentía me resultaba demasiado nuevo para compartirlo.
-No dejé ningún novio en mi pueblo -me limité a responder.
Conocía a todos los chicos del instituto desde que era pequeña y todavía los recordaba con sus juegos de construcciones o emplastándome plastilina en el pelo, el tipo de cosas que conseguía impedirle a una tener alguna mínima inclinación romántica por alguno de ellos.
-Novio... -repitió Patrice, sonriendo sin poder evitarlo, como si la palabra le hubiera sorprendido por su candidez.
No obstante, no se estaba burlando de mí. Desde su punto de vista, yo era demasiado joven e inexperta como para tomarme en serio.
-¿Patrice? Soy Courtney. -La chica llamó a la puerta al mismo tiempo que la abría, convencida de que sería bienvenida.
Era incluso más guapa que Patrice: cabello rubio que casi le llegaba a la cintura y esos labios carnosos que yo solo había visto en las jóvenes aspirantes a estrella de la televisión que podían permitirse cosas como el colágeno. La misma falda que a mí me colgaba hasta las rodillas sin gracia alguna, hacía que sus piernas parecieran kilométricas.
-Oh, tu habitación es mucho mejor que la mía. ¡Me encanta!
Todas las habitaciones venían siendo prácticamente iguales: un dormitorio lo bastante grande para dar cabida a dos personas, camas blancas de hierro colado y tocadores de madera tallada a cada lado. Nuestra ventana daba justo a uno de los árboles que crecían cerca de Medianoche, pero por lo demás, no conseguí adivinar qué tenía nuestra habitación de especial. Hasta que caí en la cuenta de algo.
-Estamos más cerca de los lavabos -dije.
Courtney y Patrice me miraron fijamente, como si hubiera dicho una grosería. ¿Acaso eran demasiado finas para admitir que necesitábamos lavabos?
-Eh... Nunca he compartido el baño -me excusé, incómoda-. Es decir, con mis padres sí, pero no con... No sé, seremos como doce o así por cada baño, ¿no? Esto será una locura por las mañanas.
Les había llegado el turno de darme la razón y quejarse, solidarizándose conmigo; sin embargo, Courtney siguió mirándome con curiosidad, concentrada. Me dije que era normal que me mirara con extrañeza, pero hubiera preferido que dijera algo. Sus ojos entrecerrados parecían amenazadores, bastante más que los de la mayoría de los extraños.
-Esta noche vamos a salir a los prados -dijo, dirigiéndose a Patrice, no a mí-. A cenar. Podría decirse que en plan picnic.
Se suponía que los alumnos debían comer en sus dormitorios. Estaba visto que se trataba de una «tradición», era como se hacía antaño, antes de que se hubieran inventado los comedores, y las familias enviaban paquetes con que complementar la asignación espartana de verduras que recibía cada dormitorio semanalmente. Eso significaba que tendría que aprender a cocinar en el microondas que mis padres me habían comprado. Era obvio que Patrice estaba muy por encima de esos problemas tan mundanos.
-No suena mal. ¿Qué te parece, Bianca?
Courtney la fulminó con la mirada. Por lo visto no se trataba de una invitación abierta.
-Lo siento, tengo que ir a cenar con mis padres -me disculpé-. De todos modos, gracias por preguntar.
Los exuberantes labios de Courtney adoptaron una mueca casi perversa al fruncirlos en una sonrisita.
-¿Todavía te gusta pasar el rato con mami y papi? ¿Es que te dan el biberón?
-¡Courtney! -la reprendió Patrice, aunque estaba segura de que también le había hecho gracia.
-Tienes que ver la habitación de Gwen. -Courtney empezó a empujar a Patrice hacia la puerta-. Es oscura y espantosa. Dice que para el caso podrían haberle dado unas mazmorras.
Salieron juntas y el frágil vínculo que pudiera haberse establecido entre Patrice y yo quedó truncado en un abrir y cerrar de ojos. Sus risas resonaron en el pasillo. Con las mejillas encendidas, abandoné mi dormitorio de inmediato, salí al vestíbulo de la residencia y subí corriendo al apartamento y refugio de mis padres.
Para mi sorpresa, me dejaron entrar sin armarme un escándalo. Ni siquiera me preguntaron por qué llegaba tan pronto. Al contrario, mi madre me dio un fuerte abrazo y mi padre me dijo:
-Ve a echarle un vistazo al equipaje que te hemos hecho, ¿de acuerdo? Todavía te quedan cosas por recoger, pero hemos adelantado trabajo.
Les estaba tan agradecida que me habría echado a llorar. Entré en mi habitación, ansiosa por encontrar un poco de paz y tranquilidad en un lugar seguro.
Solo quedaban unas cuantas prendas de abrigo colgadas en el armario. Todo lo demás lo habían embutido en el viejo baúl de cuero de mi padre. Le eché un rápido vistazo a mi neceser y vi maquillaje, pasadores para el pelo, champú y todo lo demás cuidadosamente colocado. La mayoría de mis libros se quedarían allí, tenía demasiados para las escasas estanterías de nuestro dormitorio. Sin embargo, había separado mis preferidos para meterlos en la maleta: Jane Eyre, Cumbres borrascosas y mis libros de astronomía. En una de las almohadas, sobre la cama hecha, había varias cosas con que decorar las paredes de mi nuevo dormitorio, como postales que mis amigos me habían enviado a lo largo de los años y algunos mapas estelares que tenía colgados en nuestra antigua casa. Sin embargo, también había algo nuevo en la habitación, algo con lo que mis padres pretendían asegurarme que este también seguía siendo mi hogar: una pequeña lámina enmarcada de El beso, de Klimt. Hacía unos meses la había visto en un escaparate y les había dicho lo mucho que me gustaba. Por lo visto me la habían comprado para entregármela a modo de regalo sorpresa el primer día de escuela.
Al principio simplemente me sentí agradecida por el regalo, pero luego no pude dejar de mirar la lámina ni sacudirme de encima la sensación de que nunca me había detenido a mirarla de veras.
El beso era una de mis obras preferidas. Klimt siempre me había gustado desde que mi madre me enseñó por primera vez sus libros de arte. Era sorprendente cómo conseguía los dorados de los segmentos y las líneas, y me gustaba la belleza de esos rostros pálidos que asomaban en las imágenes caleidoscópicas que creaba. Sin embargo, de repente la lámina había cobrado otro significado. Nunca había prestado demasiada atención al modo en que la pareja se abrazaba: el hombre se inclinaba hacia ella, desde lo alto, como si una fuerza inexorable lo empujara hacia la mujer. Ella tenía la cabeza echada hacia atrás, como en un desvanecimiento, abandonándose a la fuerza de la gravedad. Los labios resaltaban sobre la palidez de la piel ruborizada. No obstante, lo más bello de todo era que el fondo rutilante había dejado de parecer algo ajeno al hombre y la mujer, era como si se tratara de una cálida y densa bruma que su amor hacía visible y que convertía en oro el mundo que los rodeaba.
El cabello del hombre era más oscuro que el de Lucas, pero de todos modos estaba intentando imaginarlo en el cuadro. Sentí las mejillas encendidas, había vuelto a ruborizarme, aunque con un rubor distinto.
Regresé a la realidad de golpe: era como si me hubiera quedado dormida y hubiera empezado a soñar. Me arreglé el pelo rápidamente y respiré hondo un par de veces. En ese momento oí el String of Pearls de Glenn Miller en el equipo de música. Cuando sonaba jazz era señal de que mi padre estaba de buen humor.
Sonreí a mi pesar. Al menos a uno de nosotros le gustaba la Academia Medianoche.
Ya casi era hora de comer cuando por fin acabé de hacer la maleta y salí al comedor, donde todavía sonaba la música. Me encontré a mis padres bailando abrazados, haciendo el tonto: mi padre fruncía los labios en una mueca que supuestamente debía hacerle parecer seductor y mi madre se sujetaba el borde de la falda negra con una mano.
Mi padre la hizo girar entre sus brazos y luego la inclinó hacia atrás. Mi madre ladeó la cabeza casi hasta el suelo, sonriendo y me vio.
-Ya estás aquí, corazón -dijo, todavía boca abajo. Mi padre la enderezó-. ¿Ya has acabado de hacer la maleta?
-Sí. Gracias por echarme una mano. Y por la lámina, es preciosa.
Se sonrieron, aliviados de haberme hecho al menos un poquitito feliz.
-Menudo festín que te ha preparado tu madre. -Mi padre hizo un gesto con la cabeza en dirección a la mesa-. Esta vez se ha superado.
Mi madre no solía cocinar grandes platos, por lo que era evidente que se trataba de una ocasión especial. Había preparado mis favoritos, más de lo que podría comer nunca de una sentada. Me había saltado la comida, así que descubrí que estaba muriéndome de hambre, razón por la que mis padres tuvieron que entretenerse el uno al otro durante la primera parte de la cena. El apetito voraz me impidió colar ni una sola palabra con la boca tan llena.
-La señora Bethany dijo que por fin habían acabado de reacondicionar los laboratorios -dijo mi padre entre sorbo y sorbo-. Espero encontrar el momento de echarles un vistazo antes que los alumnos, no fuera a ser que el equipo sea tan moderno que no sepa utilizarlo.
-Por eso enseño historia -contestó mi madre-. El pasado no cambia, solo se alarga.
-¿Os tendré de profesores? -pregunté, con la boca llena.
-Con la boca llena no se habla -me reprendió mi padre de manera automática-. Tendrás que esperar a mañana, como los demás.
-Ah, vale.
No era propio de él cortarme de esa manera y me quedé un poco desconcertada.
-Tenemos que acostumbrarnos a no darte demasiada información extra -se explicó mi madre con delicadeza-. Cuantas más cosas tengas en común con el resto de los alumnos, tanto mejor.
No lo dijo con mala fe, pero me sentí herida.
-¿Y con quién se supone que he de tener cosas en común de todos lo que estudian aquí? ¿Con los chicos de Medianoche cuyas familias estudian en esta escuela desde hace siglos? ¿Con los marginados que encajan aquí aún menos que yo? ¿A qué grupo se supone que debo parecerme?
-Bianca, sé razonable -dijo mi padre, con un suspiro-. No vale la pena volver a discutirlo.
Ya era demasiado tarde para soltarlo, pero no pude remediarlo.
-Sí, ya lo sé, hemos venido aquí «por mi propio bien». ¿Se puede saber qué bien va a hacerme abandonar mi hogar y a mis amigos? Vuelve a explicármelo porque no acabo de entenderlo.
Mi madre cubrió mi mano con la suya.