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Compramos una cama, de estas que tienen barrotes por tres lados, pintura azul, un escritorio de madera blanca, una silla para este, una alfombra del mismo azul que la pared, un gran espejo de cuerpo entero y una enorme estantería para mis libros.

Porque me los iban a mandar, había hecho un trato con Luisa, la cocinera de mi ahora antigua casa. La única amistad que había conseguido esconder a mi padre dentro de "su territorio". Y como mis planes incluían no volver a España y no pensaba dejar todos mis queridos libros atrás, Luisa me los iría mandando poco a poco, aún con riesgo de que se enterasen y la echasen dijo que lo haría por mí.

Carl y Marie dijeron que las cosas más pequeñas como el flexo para el escritorio, los cojines para la cama, la lámpara o las cortinas las compraríamos más adelante y acepté con la condición de pagarlo yo. Si soy rica de algo tiene que servir, ¿no?

-¿Cuándo empezamos a pintar? -dije entusiasmada por la idea. Nunca lo había hecho, en casa sólo pintamos dos veces: una era demasiado pequeña y la otra no me dejaron.

-¿Tantas ganas tienes? -preguntó sorprendida Marie y asentí. Es sorprendente cómo mi actitud ha cambiado en sólo unas horas por estar lejos de mi padre.- Estamos esperando a una amiga. Vendrá con su hijo, es de tu edad.

ALERTA ROJA. ¿Qué?

-¿Qué pasa, Naroa? -pregunta Carl. Después de una tarde llamándome Natalie, Norma, Marta y demás nombres por fin se ha aprendido mi nombre.

-Digamos que no se me da muy bien sociabilizar, en general. Con la gente de mi edad en particular.

-No lo parece.

Sonreí sin saber que decir, un tanto incómoda.

-El chico es todo un cielo. Seguro que os lleváis genial. Es como nuestro sobrino. -asentí.- Su madre y yo somos amigas desde antes de que el naciera.

Marie empezó a parlotear, y yo dejé de escucharla. Sin preocuparme qué pensase, subí arriba y busqué en las maletas algo que ponerme para pintar: me puse unos pantalones de deporte negros viejos y una camiseta blanca dos tallas más grande que la mía.

Sonó el timbre y como me daba miedo quedarme en blanco y que no me saliese en inglés, empezar a hablar en italiano sin darme cuenta (me ha pasado) o simplemente tropezarme y caerme me quedé aquí mezclando la pintura con agua, como se debe de hacer según Carl.

-¡Natalie! -grito el moreno y puse los ojos en blanco. Casi pude oír como Marie le daba una colleja.- Baja, anda.

Me levanté del suelo y muy a mi pesar bajé las escaleras, intentando parecer indiferente.

Naroa en todo su esplendor, sí señor.

-Creí que habíamos pasado la etapa de los nombres... ¿Mike? ¿George? No, espera... ¿Bob? -dije graciosa y escuché una risita por parte de una señora de unos cuarenta años, muy bien cuidada, morena y muy guapa.

-Te tiene calado, Carl. -dijo graciosa.- Soy Elizabeth.

-Naroa Diop, un placer. -dije estrechándole la mano.

A su lado había un chico alto, de cabello moreno y tez clara. Nariz chata y unos increíbles ojos azules.

-¿Diop? -preguntó este con una ceja alzada.- Nunca lo había oído.

-¿Has estado en Senegal? -respondí graciosa y los cuatro abrieron los ojos. Elizabeth dejó de hacerlo en cuanto de dio cuenta, pero Marie no.- Os dije que era difícil de explicar.

Vamos, ¿no se lo esperaban? Soy un 25% negra. Medio mulatita. Y tengo los ojos de un color algo extraño: son como mieles pero tirando a amarillos y a veces se ven un poco verdes, depende de la luz. Dejémoslo en los ojos de Rihanna. 

Naroa » Hayes GrierDonde viven las historias. Descúbrelo ahora