II - Los Dos Hermanos

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Como había dicho la bella Rosa en una duda llena de presentimientos, mientras Jean de Witt subía la escalera de piedra que conducía a la prisión de su hermano Corneille, los burgueses hacían cuanto podían por alejar la tropa de De Tilly que les molestaba. Lo cual, visto por el pueblo, que apreciaba las buenas intenciones de su milicia, se desgañitaba gritando:

— ¡Vivan los burgueses!

En cuanto al señor De Tilly, tan prudente como firme, parlamentaba con aquella compañía burguesa ante las pistolas dispuestas de su escuadrón, explicándoles de la mejor manera posible que la consigna dada por los Estados le ordenaba guardar con tres compañías de soldados la plaza de la prisión y sus alrededores.

— ¿Por qué esa orden? ¿Por qué guardar la prisión? —gritaban los orangistas.

— ¡Ah! —respondió el señor De Tilly—. Me preguntáis algo que no puedo contestar. Me han dicho: «Guardad»; y guardo. Vosotros, que sois casi militares, señores, debéis saber que una consigna no se discute.

— ¡Pero os han dado esta orden para que los traidores puedan salir de la ciudad!

— Podría ser, ya que los traidores han sido condenados al destierro —respondió De Tilly.

— Pero ¿quién ha dado esta orden?

— ¡Los Estados, pardiez!

— Los Estados nos traicionan.

— En cuanto a eso, yo no sé nada.

— Y vos mismo nos traicionáis.

— ¿Yo?

— Sí, vos.

— ¡Ah, ya! Entendámonos, señores burgueses; ¿a quién traicionaría? ¡A los Estados! Yo no puedo traicionarlos, ya que siendo su soldado, ejecuto fielmente su consigna.

Y en esto, como el conde tenía tanta razón que resultaba imposible discutir su respuesta, redoblaron los clamores y amenazas; clamores y amenazas espantosas, a las que el conde respondía con toda la educación posible.

— Pero, señores burgueses, por favor, desarmad los mosquetes; puede dispararse uno por accidente, y si el tiro hiere a uno de mis jinetes, os derribaremos doscientos hombres por tierra, lo que lamentaríamos mucho; pero vosotros mucho más, ya que eso no entra en vuestras intenciones ni en las mías.

— Si tal hicierais —gritaron los burgueses—, a nuestra vez abriríamos fuego sobre vosotros.

— Sí, pero aunque al hacer fuego sobre nosotros nos matarais a todos desde el primero al último, aquéllos a quienes nosotros hubiéramos matado, no estarían por ello menos muertos.

— Cedednos, pues, la plaza, y ejecutaréis un acto de buen ciudadano.

— En primer lugar, yo no soy un ciudadano —dijo De Tilly—, soy un oficial, lo cual es muy diferente; y además, no soy holandés, sino francés, lo cual es más diferente todavía. No conozco, pues, más que a los Estados que me pagan; traedme de parte de los Estados la orden de ceder la plaza y daré media vuelta al instante, contando con que me aburro enormemente aquí.

— ¡Sí, sí! —gritaron cien voces que se multiplicaron al instante por quinientas más—. ¡Vamos al ayuntamiento! ¡Vamos a buscar a los diputados! ¡Vamos, vamos!

— Eso es —murmuró De Tilly mirando alejarse a los más furiosos—. Id a buscar una cobardía al Ayuntamiento y veamos si os la conceden; id, amigos míos, id.

El digno oficial contaba con el honor de los magistrados, los cuales a su vez contaban con su honor de soldado.

— Estará bien, capitán —dijo al oído del conde su primer teniente—, que los diputados rehúsen a esos energúmenos lo que les pidan; pero que nos enviaran a nosotros algún refuerzo, no nos haría ningún mal, creo yo.

El Tulipán Negro - Alexandre DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora