XX - Lo que Había Ocurrido Durante esos Ocho Días

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Al día siguiente, en efecto a la hora habitual, Van Baerle oyó rascar en su postigo como tenía Rosa por costumbre hacer durante los felices días de su amistad.

Imaginamos que Cornelius no se hallaba lejos de esta puerta a través de cuyo enrejado iba a volver a ver, por fin, el encantador rostro desaparecido desde hacía tantos días.

Rosa, que esperaba con su lámpara en la mano, no pudo retener un estremecimiento cuando vio al prisionero tan triste y pálido.

— ¿Sufrís, señor Cornelius? —preguntó.

— Sí, señorita —respondió Cornelius—, sufro de espíritu y de cuerpo.

— Ya he visto, señor, que no coméis —dijo Rosa—. Mi padre me ha dicho que no os levantáis; por eso os he escrito, para tranquilizaros sobre la suerte del precioso objeto de vuestras inquietudes.

— Y yo —replicó Cornelius— os he contestado. Creía, al veros venir, querida Rosa, que habíais recibido mi carta.

— Es verdad, la he recibido.

— No daréis por excusa esta vez que no sabéis leer. No sólo leéis correctamente, sino que también habéis aprovechado enormemente las lecciones de escritura.

— En efecto, no solamente he recibido, sino que también he leído vuestra nota. Por eso es por lo que he venido, para ver si habría algún medio para devolveros la salud.

— ¡Devolverme la salud! —exclamó Cornelius—. Entonces ¿tenéis alguna buena noticia que darme?

Y al hablar así, el joven clavaba en Rosa dos ojos brillantes de esperanza.

Sea que ella no comprendiera esa mirada, sea que no quisiera comprenderla, la joven respondió gravemente:

— Solamente puedo hablaros de vuestro tulipán que es, como sé, la más grave preocupación que vos tenéis.

Rosa pronunció estas pocas palabras con un acento helado que hizo sobresaltar a Cornelius. El celoso tulipanero no comprendía todo lo que ocultaba, bajo el velo de la indiferencia, la pobre niña siempre a la greña con su rival, el adorado tulipán negro.

— ¡Ah! —murmuró Cornelius—. ¡Todavía, todavía! Rosa, no os he dicho, ¡Dios mío!, que no pienso más que en vos, que era a vos sola a quien echaba de menos, vos sola quien me faltaba, vos sola quien, con vuestra ausencia, me retiraba el aire, el día, el calor, la luz, la vida.

Rosa sonrió melancólicamente.

— ¡Ah! —dijo—. Es que vuestro tulipán ha corrido un peligro muy grande.

Cornelius se sobresaltó a su pesar, y se dejó coger en la trampa si es que aquello lo era.

— ¡Un peligro muy grande! —exclamó tembloroso—. Dios mío, ¿cuál?

Rosa le miró con una dulce compasión, sintiendo que lo que ella quería estaba por encima de las fuerzas de aquel hombre, y que había que aceptar a éste con su debilidad.

— Sí —dijo—. Adivinasteis precisamente que el pretendiente amoroso, Jacob, no venía por mí.

— ¿Y por quién venía, pues? —preguntó Cornelius con ansiedad.

— Por el tulipán.

— ¡Oh! —exclamó Cornelius palideciendo ante esta noticia más de lo que había palidecido cuando Rosa, equivocándose, le había anunciado quince días antes que Jacob acudía a la fortaleza por verla a ella.

Rosa vio este terror, y Cornelius percibió por la expresión de su rostro que ella pensaba lo que acabamos de decir.

— ¡Oh! Perdonadme, Rosa —se excusó—. Yo os conozco, sé la bondad y la honestidad de vuestro corazón. A vos, Dios os ha dado el pensamiento, el juicio, la fuerza y el movimiento para defenderos, pero a mi pobre tulipán amenazado, Dios no le ha dado nada de todo eso.

El Tulipán Negro - Alexandre DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora