XV - El Postigo

579 44 0
                                    

Gryphus iba seguido del moloso. Le hacía realizar su ronda para que cuando llegara la ocasión reconociera a los prisioneros.

— Padre mío —dijo Rosa—, aquí está la famosa celda de la que el señor De Grotius se evadió. ¿Recordáis al señor De Grotius?

— Sí, sí, ese bribón de De Grotius; un amigo de aquel bandido de Barneveldt al que vi ejecutar cuando yo era niño. ¡Ah! ¡Ah! Así que ésta es la celda de la que se evadió. Pues bien, yo respondo de que nadie se evadirá de ella jamás.

Y, abriendo la puerta, comenzó en la oscuridad su discurso al prisionero.

En cuanto al perro, se dirigió gruñendo a olfatear las pantorrillas de Van Baerle, como preguntándole con qué derecho no estaba muerto, él a quien había visto salir entre el escribano y el verdugo, camino del cadalso.

Pero la bella Rosa lo llamó, y el moloso acudió al lado de la muchacha.

— Señor —dijo Gryphus levantando su farol para tratar de proyectar un poco de luz alrededor de él—, ved en mí a vuestro nuevo carcelero. Soy jefe de los portallaves y tengo las celdas bajo mi vigilancia. No soy malo, pero sí inflexible en lo que concierne a la disciplina.

— Os conozco perfectamente, mi querido señor Gryphus —contestó el prisionero entrando en el círculo de luz que proyectaba el farol.

— Vaya, vaya, sois vos, señor Van Baerle —se asombró Gryphus—. ¡Ah! Sois vos; ¡vaya, vaya, vaya, como nos encontramos!

— Sí, y veo con gran placer, mi querido señor Gryphus, que vuestro brazo va de maravilla, ya que es el brazo con el que sostenéis el farol.

Gryphus frunció el entrecejo.

— Ved lo que ocurre en política —comentó—; siempre se cometen faltas. Su Alteza os ha dejado la vida, yo no lo habría hecho.

— ¡Bah! —exclamó Cornelius—. ¿Y por qué?

— Porque vos sois de los hombres que siempre conspiran; vosotros los sabios tenéis tratos con el diablo.

— ¡Ah, maese Gryphus! ¿Estáis descontento de la forma en que os arreglé el brazo, o del precio que os pedí? —preguntó riendo Cornelius.

— ¡Por el contrario, voto a bríos! ¡Por el contrario! —refunfuñó él carcelero—. Me habéis arreglado muy bien el brazo; hay alguna brujería en esto: al cabo de seis semanas me servía de él como si nada le hubiera sucedido. Con tal motivo el médico de la Buytenhoff, que conoce su oficio, quería rompérmelo de nuevo para arreglármelo según las reglas, prometiendo que, esta vez, estaría tres meses sin poderlo utilizar.

— ¿Y vos no habéis querido?

— Yo dije: «No.» Mientras pueda hacer la señal de la cruz con este brazo —Gryphus era católico—, mientras pueda hacer la señal de la cruz, me río del diablo.

— Pero si os reís del diablo, maese Gryphus, con mayor razón debéis reíros de los sabios.

— ¡Oh! ¡Los sabios, los sabios! —exclamó Gryphus sin responder a la interpelación—. ¡Los sabios! Preferiría tener diez militares a guardar, que un solo sabio. Los militares fuman, beben, se emborrachan; son dulces como corderos cuando se les da aguardiente o vino del Mosa. Pero un sabio, ¿beber, fumar, emborracharse? ¡Pues sí! Es sobrio, no gasta nada en eso, y así mantiene su cabeza fresca para conspirar. Pero empiezo por deciros que no os resultará fácil conspirar. En primer lugar nada de libros, nada de papeles, nada de galimatías. Fue con los libros como el señor De Grotius se salvó.

El Tulipán Negro - Alexandre DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora