XIV - Los Palomos de Dordrecht

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Constituía ya ciertamente un gran honor para Cornelius van Baerle el ser encerrado justamente en aquella misma prisión que había recibido al sabio Grotius.

Pero una vez llegado a la prisión, le esperaba un honor mucho más grande. Ocurrió que la celda ocupada por el ilustre amigo de Barneveldt estaba vacante en Loevestein cuando la clemencia del príncipe Guillermo de Orange envió allí al tulipanero Cornelius van Baerle.

Esa celda tenía realmente una mala reputación en el castillo desde que, gracias a la imaginación de su mujer, Grotius había huido en el famoso baúl de libros que se habían olvidado de registrar.

Por otro lado, el que le dieran aquella celda por alojamiento, le pareció de muy buen augurio a Van Baerle, porque nunca, según su punto de vista, un carcelero hubiera debido hacer habitar a un segundo palomo la jaula de donde un primero había volado tan fácilmente.

La celda es histórica. No perderemos, pues, nuestro tiempo consignando aquí los detalles, salvo un hueco que había sido practicado por madame Grotius. Era una celda de prisión como las otras, más alta tal vez; así, por la ventana enrejada, se disponía de una encantadora vista.

Por otra parte, el interés de nuestra historia no reside en un cierto número de descripciones de interiores. Para Van Baerle, la vida era otra cosa que un aparato respiratorio, El pobre prisionero amaba más allá de su máquina neumática dos cosas de las que sólo el pensamiento, este libre viajero, podía en lo sucesivo conseguirle la posesión artificial:

Una flor y una mujer, la una y la otra pérdidas para siempre para él.

¡Por fortuna, el bueno de Van Baerle se equivocaba! Dios, que en el momento en que caminaba hacia el patíbulo, le había mirado con la sonrisa de un padre, le reservaba en el seno mismo de su prisión, en la celda de Grotius, la existencia más venturosa que jamás tulipanero alguno hubiera podido vivir.

Una mañana, desde su ventana, mientras aspiraba el aire fresco que subía del Waal y admiraba en la lejanía, tras un bosque de chimeneas, los molinos de Dordrecht, su patria, vio una bandada de palomos que venían desde ese punto del horizonte a posarse, agitándose al sol, sobre los remates agudos de Loevestein.

«Estos palomos —se dijo Van Baerle— vienen de Dordrecht, y por consiguiente deben de regresar allí.» Alguien que fijara un mensaje en el ala de uno de esos palomos tendría la oportunidad de comunicar sus noticias a Dordrecht, donde alguien debía llorarlo.

«Ese alguien —añadió Van Baerle para sí después de un momento de meditación— seré yo.»

Se es paciente cuando se tienen veintiocho años y se está condenado a prisión perpetua, es decir, a algo como veintidós o veintitrés mil días de prisión.

Van Baerle, siempre pensando en sus tres bulbos, porque este pensamiento latía siempre en el fondo de su pecho, confeccionó una trampa para palomos. Intentó capturar esos volátiles con todos los recursos de su hacienda, dieciocho sous de Holanda por día —doce sous de Francia— y al cabo de un mes de infructuosas tentativas, cazó una hembra.

Tardó otros dos meses para capturar un macho; luego los encerró juntos, y hacia principios del año 1673, habiendo obtenido unos huevos, soltó a la hembra que, confiando en el macho que los cubría en su lugar, se dirigió alegremente hacia Dordrecht con su mensaje bajo el ala.

Regresó por la noche.

Había conservado el mensaje.

Lo guardó así quince días, con gran decepción de Van Baerle al principio y luego con gran desesperación.

El Tulipán Negro - Alexandre DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora