Cornelius se había quedado en el sitio donde lo había dejado Rosa, buscando casi inútilmente en él la fuerza para soportar la doble carga de su felicidad.
Transcurrió media hora.
Los primeros rayos de sol entraban ya, azulinos y frescos, a través de los barrotes de la ventana, en la celda de Cornelius, cuando éste se sobresaltó de repente ante unos pasos que subían por la escalera y por unos gritos que se acercaban a él.
Casi en el mismo instante, su rostro se halló frente al pálido y descompuesto rostro de Rosa.
Retrocedió, palideciendo él mismo de estupor y espanto.
—¡Cornelius! ¡Cornelius! —exclamó aquélla jadeante.
—¿Qué ocurre, Dios mío? —preguntó el prisionero.
—Cornelius! El tulipán...
—¿Y bien?
—¿Cómo deciros esto?
—Hablad, hablad, Rosa.
—¡Nos lo han cogido, nos lo han robado!
—¡Nos lo han cogido, nos lo han robado! —repitió Cornelius.
—Sí —afirmó Rosa apoyándose contra la puerta para no caer—. Sí, cogido, robado.
Y, muy a su pesar, las piernas le fallaron, se deslizó y cayó de rodillas.
—Pero ¿cómo ha ocurrido? —preguntó Cornelius—. Decidme, explicadme.
—¡Oh! No ha sido por mi culpa, amigo mío.
Pobre Rosa; no se atrevía a decir «mi bienamado».
—¡Lo habéis dejado solo! —la acusó Cornelius con un acento lamentable.
—Un solo instante, para ir a prevenir al mensajero que vive apenas a cincuenta pasos de aquí, a orillas del Waal.
—Y durante ese tiempo, a pesar de mis recomendaciones, habéis dejado la llave en la puerta, ¡desventurada!
—No, no, no, y eso es lo raro. No he abandonado la llave ni un instante; la he tenido constantemente en la mano, apretándola como si tuviera miedo de que se me escapara.
—Pero, entonces, ¿cómo ha ocurrido?
—¿Lo sé yo, acaso? Había dado la carta al mensajero; el mensajero había partido delante de mí. Regreso, la puerta estaba cerrada, cada cosa se hallaba en su lugar en mi habitación, excepto el tulipán que había desaparecido. Es preciso que alguien se haya procurado una llave de mi habitación, o se haya hecho hacer una falsa.
Se ahogaba, las lágrimas cortándole la palabra.
Cornelius, inmóvil, los rasgos alterados, escuchaba casi sin comprender, murmurando solamente:
—¡Robado, robado, robado! Estoy perdido,
—¡Oh, señor Cornelius! ¡Perdón! ¡Perdón! —gritaba Rosa—. Yo me moriré.
Ante esta amenaza de Rosa, Cornelius agarró las rejas del postigo, en un vano intento de sacudirlas con furor.
—Rosa —exclamó—, nos han robado, es verdad, pero ¿es preciso dejarnos abatir por eso? No, la desgracia es grande, pero tal vez reparable, Rosa; conocemos al ladrón.
—¡Ay! ¿Cómo queréis que os lo diga positivamente?
—¡Oh! Os lo digo yo, es ese infame de Jacob. ¿Le dejaremos llevar a Haarlem el fruto de nuestros trabajos, el fruto de nuestras vigilias, el hijo de nuestro amor? Rosa, hay que perseguirlo, hay que alcanzarlo.
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El Tulipán Negro - Alexandre Dumas
ClassicsLos hermanos De Witt, protegidos del gran rey Luis de Francia, encontrarán la muerte a manos de la enloquecida población de La Haya, que les cree culpables de conspiración. Pero antes de morir dejarán a su ahijado Cornelius unos comprometedores docu...