VII - El Hombre Feliz Entabla Conocimiento con la Desgracia

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Corneille después de haber atendido los asuntos de su familia, llegó a casa de su ahijado, Cornelius van Baerle, en el mes de enero del año de gracia de 1672.

Caía la noche.

Corneille, aunque poco dado a la horticultura, y menos todavía a las artes, visitó toda la casa, desde el taller hasta el invernadero; desde los cuadros hasta los tulipanes. Agradeció a su sobrino el haberle dejado en buen lugar sobre el puente de la nave almirante Les Sept Provinces durante la batalla de Southwood-Bay, y el haber dado su nombre a un magnífico tulipán, y todo ello con la complacencia y la afabilidad que pudiera tener un padre hacia su hijo; y mientras inspeccionaba así los tesoros de Van Baerle, la muchedumbre se estacionaba con curiosidad, incluso con respeto, delante de la puerta del hombre feliz.

Todo este ruido despertó la atención de Boxtel, que cenaba cerca de su fuego. Se informó de lo que ocurría, lo supo y trepó a su laboratorio. Y allí, a pesar del frío, se instaló, con el ojo en el telescopio.

Este telescopio no le era ya de gran utilidad desde el otoño de 1671. Los tulipanes, frioleros como verdaderos hijos de Oriente, no se cultivan en la tierra en invierno. Necesitan el interior de la casa, el lecho mullido de los cajones y las dulces caricias de la estufa. Así, Cornelius se pasaba todo el invierno en su laboratorio, en medio de sus libros y de sus cuadros. Raramente iba a la habitación de las cebollas si no era para dejar entrar allí algunos rayos de sol, que sorprendía en el cielo, y a los que forzaba, abriendo una trampilla vidriada, a caer de buen o mal grado en su casa.

La noche de la que hablamos, después de que Corneille y Cornelius hubieron visitado juntos los apartamentos, seguidos de algunos criados, aquél le confió en voz baja a Van Baerle:

— Hijo mío, alejad a vuestras gentes y procurad que nos quedemos unos momentos a solas y sin oídos indiscretos.

Cornelius se inclinó en señal de obediencia.

— Señor —preguntó luego en voz alta—, ¿os agradaría visitar ahora mi secadero de tulipanes?, os agradará.

¿El secadero? Ese pandemónium de la tulipanería, ese tabernáculo, ese sanctasanctórum estaba, como Delfos antiguamente, prohibido para los no iniciados.

Jamás criado alguno había puesto allí un pie audaz, como hubiera dicho el gran Racine, que florecía por aquella época. Cornelius no dejaba penetrar en él más que la escoba inofensiva de una vieja sirvienta frisona, su nodriza, la cual, desde que Cornelius se dedicaba al cultivo de los tulipanes, no se atrevía a poner cebollas en los guisos, por temor a mondar y condimentar el «corazón de su niño».

Así, a la sola palabra «secadero», los criados que llevaban las antorchas se apartaron respetuosamente. Cornelius cogió las velas de manos del primero y precedió a su padrino en la habitación.

Añadamos a lo que acabamos de decir que el secadero era aquel mismo cuarto vidriado sobre el que Boxtel asestaba incesantemente su telescopio.

El envidioso estaba más que nunca en su lugar.

Vio primero iluminarse las paredes y las vidrieras.

Luego aparecieron dos sombras.

Una de ellas, grande, majestuosa, severa, se sentó al lado de la mesa donde Cornelius había depositado las velas.

En esta sombra, Boxtel reconoció el pálido rostro de Corneille de Witt, cuyos largos cabellos negros separados en la frente caían sobre sus hombros.

El Ruart de Pulten, después de haber dicho a Cornelius algunas palabras de las que el envidioso no pudo comprender el sentido por el movimiento de los labios, sacó de su pecho y le tendió un paquete blanco cuidadosamente sellado, paquete que Boxtel, por la forma con que Cornelius lo cogió y lo depositó en un armario, supuso eran papeles de la mayor importancia.

El Tulipán Negro - Alexandre DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora