XXXI - Haarlem

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Haarlem, donde entramos hace tres días con Rosa y donde acabamos de entrar siguiendo al prisionero, es una hermosa ciudad que se enorgullece con todo derecho de ser una de las más umbrías de Holanda.

Mientras otras ponen todo su amor propio en destacar por sus arsenales y sus fábricas, por sus almacenes y bazares, Haarlem cifraba toda su gloria en aventajar a todas las ciudades de los Estados por sus bellos olmos frondosos, por sus álamos esbeltos, y, sobre todo, por sus paseos sombreados, por encima de los cuales formaban bóveda la encina, el tilo y el castaño.

Haarlem, viendo que Leiden su vecina, y Ámsterdam su reina, tomaban, la una, el camino de convertirse en una ciudad de ciencia, y la otra la de convertirse en una ciudad de comercio, Haarlem había querido ser una ciudad agrícola o, más bien, hortícola.

En efecto, bien cerrada, bien aireada, bien calentada al sol, ofrecía a los jardineros garantías que cualquier otra ciudad, con sus vientos del mar o sus soles de plano, no habrían sabido proporcionarlas.

Así pues, se había visto establecerse en Haarlem a todos aquellos espíritus tranquilos que poseían el amor a la tierra y a sus bienes, como se había visto establecerse en Rotterdam y en Ámsterdam a todos los espíritus inquietos y movidos, que poseían la afición a los viajes y al comercio, como se había visto establecerse en La Haya a todos los políticos mundanos.

Hemos dicho que Leiden había sido la conquista de los sabios.

Haarlem adquirió, pues, el gusto por las cosas dulces: la música, la pintura, los vergeles, los paseos, los bosques y los jardines.

Haarlem se volvió loca por las flores y, entre todas las flores, por los tulipanes.

Haarlem propuso premios en honor de los tulipanes, y llegamos así, con toda naturalidad, como se ve a hablar del que la ciudad proponía, el 15 de mayo de 1673, en honor del gran tulipán negro sin mancha y sin defecto, que debía proporcionar cien mil florines a su cultivador.

Habiendo manifestado Haarlem su especialidad, habiendo blasonado Haarlem de su gusto por las flores en general y por los tulipanes en particular, en un tiempo en que todo se dedicaba a la guerra y a las sediciones, habiendo tenido Haarlem la insigne alegría de ver florecer el ideal de los tulipanes, Haarlem, la hermosa ciudad llena de bosques y de sol, de sombra y de luz, Haarlem había querido hacer de esta ceremonia de la inauguración del premio una fiesta que perdurase eternamente en el recuerdo de los hombres.

Y tenía a ello tanto más derecho por cuanto Holanda era el país de las fiestas; jamás naturaleza más perezosa desplegó más ardor riente, cantante y danzante que la de los buenos republicanos de las Siete Provincias con ocasión de las diversiones.

Observad, por ejemplo, los cuadros de los dos Teniers.

Es verdad que los perezosos son, de todos los hombres, los más resistentes al cansancio, no cuando se ponen a trabajar, sino cuando se dedican con alegría al placer.

Haarlem se entregaba, pues, a una triple alegría, porque tenía que celebrar una triple solemnidad: había sido descubierto el tulipán negro, el príncipe Guillermo de Orange asistía a la ceremonia, como un verdadero holandés que era. Finalmente, constituía un honor para los Estados mostrar a los franceses, a continuación de una guerra tan desastrosa como había sido la de 1672, que el suelo de la república bátava era sólido hasta el punto de que se podía danzar en él con acompañamiento del cañón de las flotas.

La Sociedad Hortícola de Haarlem se había mostrado digna de sí misma al otorgar cien mil florines por una cebolla de tulipán. La ciudad no había querido quedarse atrás, y había votado una suma semejante, que había sido entregada en manos de sus notables para festejar ese premio nacional.

El Tulipán Negro - Alexandre DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora