XIX

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El sonido del gotero era lo único que había en la habitación, además de una suave respiración en medio de ella. La cama tenía las sábanas clínicas blancas, y entre ellas yacía el cuerpo pequeño de Arthur: inmóvil, más pálido de lo normal, con una venda en la cabeza y las intravenosas en su brazo diestro. Su diagnóstico era mucho mejor, las heridas ya comenzaban a sanar e incluso le darían de alta en cuanto despertara y se estabilizara, aunque... emocionalmente no estaría para nada bien. Tendría que asistir nuevamente al psicólogo y tendría que ingerir medicamentos que le habían recetado previamente, años atrás al caer en depresión por las razones que ya se saben.

Elizabeth había velado todos aquellos días en que su hijo estuvo en esa fría habitación. En las noches le hablaba, le contaba lo que sucedía, le cantaba, y a pesar de no recibir una contestación, se sentía liberada. Sabía que su pequeño le escuchaba, aunque estuviese inconsciente. No lo dejó en ningún momento, ni siquiera cuando la noche se asomaba y la hora de visitas se acababa. Se podría decir que en esa semana, ella había vivido en el hospital, y claro, no era la única. En la sala de espera, un impaciente Alfred esperaba, pateando el piso con una de sus botas y mordiéndose las uñas, con la esperanza de recibir al menos una buena noticia por más pequeña que fuera. No se había despegado de esa bendita sala, y no pretendió en ningún momento hacerlo, aunque le obligaran.

Le desesperaba la idea de que alguien le haya hecho esa atrocidad a su amado inglés... Sentía tanta impotencia, tanta rabia... Sentía que si veía al desgraciado que había dañado así a Arthur, acabaría matándolo a golpes y diciéndole millones de las más burdas groserías. Haría lo que fuera con tal de hacer pagar a aquél que se metiera con alguien que le importara, y en éste caso, con la persona que más amaba en todo el mundo. Y cuando ya casi se estaba arrancando los cabellos, Elizabeth salió de la habitación, con una suave sonrisa más tranquila. Se puso de pie de un salto y se acercó. La simple mirada verde esmeralda de la mujer le hizo suspirar de alivio.

-Preguntó por ti... Quiere verte ahora mismo. Así que no le hagas esperar, querido.

Eso iluminó aquél mirar celeste como el cielo. Sin pensarlo mucho, el más alto abrazó a la frágil mujer, e incluso la alzó por simple felicidad. Ambos comenzaron a llorar, pero no era momento para cosas así; había una personita que le necesitaba más. Bajó a Elizabeth, y ésta palmeó su hombro de forma maternal, antes de que Alfred se internara en el pasillo iluminado. Se detuvo momentos después en la puerta clínica, que tenía una pequeña ventanilla. Logró divisar a Arthur, quien estaba sentado en la cama, mirando sus manos muy concentrado; lástima que su concentración duró poco cuando Alfred abrió la puerta. Alzó la mirada y al verlo, se removió, en un intento de ponerse de pie, lográndolo con dificultad.

-¡No! -El rubio se le acercó con demasiada agilidad, y lo sostuvo antes de que se levantara de la cama. El inglés lo miró con incredulidad, pero finalmente volvió a sentarse, aunque quejándose de un dolor y haciendo una especie de mueca que al americano preocupó. - ¿Eres tonto o qué? No puedes moverte así... te vas a lastimar.

Le regañaba el más alto, mientras fruncía su ceño y se sentaba a un lado del 'paciente'. Cuando finalmente pudo ver de cerca a Arthur, no pudo reconocerlo. Era como un verdadero muerto viviente. Si no fuera por su pecho que se inflaba y contraía entre cada respiración, y sus ojos verdes bien abiertos, pensaría que en realidad sí estaba muerto. Arthur continuaba mirándolo, como si estuviese explorándolo, reconociendo sus expresiones y su voz.

- Alfred... -Fue lo único que dijo el inglés, con la voz debilitada y un suave temblorcito. El recién nombrado le sonrió apenas y con ternura tomó la mano del contrario, acariciándola y colocándola sobre su propia mejilla, queriendo sentir esa suavidad que poseía el otro. - Al... fred...

-Calla, Arthur... -Le susurró mientras se acercaba al inglés, con lentitud y mucha delicadeza. Entre más se acordaba la distancia entre ambos, el inglés retrocedía; no estaba listo para eso. No creía estar 'capacitado' para recibir ese tipo de demostraciones y de cierta manera, el otro rubio lo entendió. Logró rozar su nariz con la de él y la frotó en un beso esquimal, que tranquilizó al contrario y le hizo suspirar. Por otra parte, Alfred ya que sabía que no era buena idea besarle o demostrarle afecto, no después de lo que sucedió. Se separó unos segundos después y le regaló una de esas sonrisas que iluminaban el día del de ojos esmeralda. - ¿Te cuento algo? ¡Ya te van a dar el alta y podremos ir a casa!

- ¿Ir... a casa?

-¡Así es! Iremos a casa, y tomaremos el té con Elizabeth... ¡Y podremos ver las estrellas! Hoy hay Súper Luna y no nos la podemos perder.

Una sonrisa pequeña fue formándose en los labios del mayor; comenzaba a olvidar lo que había pasado. Absolutamente todo había desaparecido. Todo el dolor, todas las lágrimas... todo aquello sólo era una pesadilla que jamás se volvería a cruzarse por su vida.

...



Llegaron a la casa de los Kirkland a eso de las 3:30 p.m. Arthur aún no podía ponerse de pie y mucho menos caminar, por lo que Alfred había tenido la gran amabilidad de cargarlo hasta la entrada al estilo nupcial, y también hasta la habitación, que estaba en perfecto orden. El americano lo dejó con ternura en la cama, arropándolo allí y dándole una suave caricia en los cabellos, que fue muy bien recibida. Se quedaron los dos en ese lugar, mirándose y hablando de cualquier tontería que se les ocurriera. Como era de esperarse, todos los temas de conversación que tenían eran anécdotas del militar, que más que anécdotas, parecían cosas salidas de una historieta o película de acción o comedia.

Entre risas, Alfred se quedó en silencio. Aún no se sacaba de la cabeza la idea de asesinar a ese asqueroso y repulsivo ser que se aprovechó de su amado. Ese silencio extraño hizo que Arthur alzara las cejas y le sacudiera.

-Oye... ¿qué te pasa?

-Nada... sólo estaba pensando en algo... nada importante.

-¿Nada importante? ¿Tú crees que no me doy cuenta de que algo sucede? -Inquirió el de ojos verdes, mientras se cruzaba de brazos a la altura del pecho y miraba de forma inquisitiva a su mejor amigo. Lo conocía mejor que nadie.

- Es... sobre lo que pasó ese día. -La expresión del rubio cambió enseguida; agachó la mirada lentamente y Alfred se arrepintió enseguida de haber iniciado. - ¡N-no quiero que te sientas presionado a decirme lo que sucedió! -Agitó la cabeza, al igual que sus manos, en un intento de que el anglosajón no hablara, pero él le tomó las manos para que dejara de moverlas. Luego, le soltó.

-Te lo voy a contar, pero si me prometes que no harás nada, ni una tontería.

-Hmmm... -El americano dudó ante eso. No podía prometerle algo así, pero si eso le hacía sentir mejor, tendría que fingir. Escondió una de sus manos detrás de su espalda, fingiendo estar acomodándose y cruzó los dedos. Sí, era un supersticioso después de todo. - Lo prometo.





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