Miro por la ventana a través del turbio cristal. Está anocheciendo, y las últimas lágrimas de sol desaparecen detrás de los edificios de la periferia mientras consiguen aún atrapar finos mechones de mi pelo levemente ondulado. Esas lágrimas que mueren tras las edificaciones artificiales se llevan consigo mis últimas miradas a las zonas mas empobrecidas, donde por la noche extrañamente se veía luz.
Para ser sincera, no podía quejarme. No me faltaba comida, dinero, caprichos, ni una casa en la que vivir. Odiaba algo, algo en mi. Nunca estuve convencida de nada. Ni siquiera de quien era, en sentido metafórico claro, por supuesto que sabia mi nombre, Lana Swart, el nombre con el que cargaría toda la vida.
Abro la puerta que da paso al balcón del último piso de uno de los pocos edificios altos que hay en la ciudad. El aire me da en la espalda al instante, pues el vestido que mi madre me había dejado para la cena que habían preparado hoy me dejaba toda la espalda a la vista, y juguetea con mi melena perfectamente peinada. Miles de pétalos blancos vuelan mientras algunos mechones de mi pelo cruzan mi cara para intentar llegar a los otros, pero no pueden. Mi pelo es demasiado corto para que lo consigan. Únicamente consiguen cubrir mis ojos, tan marrones como el barro después de la lluvia, con alguna que otra mota de color verde.
Muchas veces me he preguntado como sería vivir lejos de la ciudad. Lejos de todo. Pero son condiciones que yo, con mi educación, no podría soportar. Me quito los zapatos, que según mi madre, tanto habían costado. Con suerte alguien los querría y se los llevaría lejos de mi. Tiendo la mano al vacío con los zapatos agarrados, y tiento a la suerte, soltándolos en el acto.
Llaman a la puerta.
-¡Lana! -dice mi hermana con su vocecilla aguda desde el otro lado de la puerta-. ¡Mamá dice que bajes ya!
Vuelvo dentro, cerrando tras mí la puerta antes abierta. Me dirijo hasta la enorme puerta que comunica el pasillo con mi habitación, y mi hermana levanta la mirada del suelo, clavando sus enormes ojos verdes en mi.
-Se te han caído algunos pétalos -dice al ver mi pelo, despeinado por el capricho del viento-. Déjame que te lo arregle.
Pasa por debajo de mi brazo extendido, y se sienta al borde de mi cama. La sigo en silencio. Cuando me siento a su lado, se pone de rodillas para llegar a lo alto de mi cabeza y arreglar el nido de flores que actualmente era mi pelo. Noto como sus manos desenredan cada mechón, con un cuidado sorprendentemente increíble. Después de un rato, alza la voz, ganándole terreno al silencio.
-Ya está.
Me levanto y la sonrío. Bajamos juntas la escalera, hasta llegar al salón. Mi madre, que observa desde la distancia, se percata de la ausencia de mis zapatos.
-¿Y los zapatos? -me pregunta sin rodeos de brazos cruzados-.
-Los he perdido.No los encuentro por ningún lado -comento ante la pregunta-.
No se queda muy convencida. Lo veo en su mirada y en su forma de andar cuando se mueve. Sube las escaleras y desaparece en la penumbra. Miro a mi hermana con una sonrisa cómplice, la misma que ella a mi. En ese mismo instante, mi padre aparece por la puerta hablando con alguien.
-Genial -pienso- Invitados...
Directamente pasan al comedor, bajo la atenta mirada de mi hermana, curiosa de saber quienes son. A veces me recuerda a un gato, ágil como un susurro entre el silencio, curiosa como las gotas de agua al explorar la tierra y de mirada tan profunda, que sus propios ojos parecen espejos. A pesar de sus cortos 9 años, sabe demasiado, conoce mas de lo que debería. Cuando me mira, la sonrío intentando disimular la tormenta de pensamientos que en ese instante ocurría.